El poblado, uno de los más antiguos de la bellísima Salta, exhibe su impronta colonial en medio de los Valles Calchaquíes. Historia, arquitectura y naturaleza, a tiro de piedra de Cafayate y de la espectacular Quebrada de las Flechas
Pepo Garay ESPECIAL PARA EL DIARIO
Acostado cerquita de Cafayate y de la espectacular Quebrada de las Flechas, en los escondrijos de la ruta 40 y de los Valles Calchaquíes, San Carlos es una joyita digna de ser descubierta. Acaso eclipsada por vecinos de semejante impronta, el pueblito propone no obstante material del bueno para el viajero, merced a un casco histórico de marcadas líneas coloniales, y un entorno natural al que casi no le hace falta presentación. Basta con informar que es parte del occidente de Salta y está todo dicho.
Otrora bastión realista, San Carlos presenta una fisonomía propia de épocas lejanas. Arquitectura española es la que brota en el plano sencillo y ameno, bien demarcado, protagonizado por casas de arcos, aberturas de madera y muros irrompibles. Danzan cómodos los tiempos viejos, mientras la plaza central define el ritmo tan quedo y bello, y referentes como el edificio municipal (con evidentes rasgos de cabildo) y la Iglesia de San Carlos Borromeo (nacida a principios del siglo XIX) brillan de lo lindo.
Lo mismo que las casonas antiquísimas y anónimas (muchas de ellas habitantes de la calle principal, la emotiva San Martín) y el Museo. Este último (que funciona en una construcción del siglo XVIII) resulta fundamental para enterarse de la riquísima historia de la aldea. Esa que nació el paso de los conquistadores allá por el 1500 y pico, y que fue hasta cuatro veces destruida por los aguerridos calchaquíes. Aquello, antes de que a partir del 1630 llegaran los jesuitas, instalando la misión de San Carlos de Borromeo. En fin, que son más de cinco los siglos de andanzas que carga el municipio en las espaldas. Lo aprecia el viajero. Y tanto.
Genera placer la caminata por el “centro”, en el diálogo con locales orgullosos de habitar “uno de los pueblo más antiguos de Salta”, como lo cuenta Manuel, un viejito muy criollo en los rasgos entre europeos y nativos. “¿Sabía usted que incluso estuvimos cerca de ser capital provincial?”, acota el don, y se le infla el pecho.
Opciones al natural
Pero también surgen emociones fuertes al deambular por las zonas aledañas. En tal sentido, hay que destacar sitios como el río Calchaquí (puro y vital), la cascada de Celia (bendecida de álamos), Peñas Blancas (antiguo emplazamiento de un cementerio indígena), el caserío de San Lucas (todavía más melancólico que su vecino) y un puñado de bodegas locales y sus respectivos viñedos. En todos los casos, el telón de fondo lo ponen las montañas, vírgenes, hermosas y delicadas, 100% calchaquíes.
Naturalmente, siempre estará al tentación de dirigirse a la Quebrada de las Flechas (40 kilómetros de ripio al norte) o a Cafayate (25 kilómetros de asfalto al sur). La primera, fabuloso pasadizo rocoso, corporiza una de las más impresionantes postales argentinas. Cafayate, en tanto, es según algunos entendidos la localidad más encantadora del suelo patrio.
En el medio está San Carlos. Con lo suyo, queda claro, también cautiva.