Cuenta la historia que allá por el año 800 y pico, algún iluminado se encontró con los restos mortales del apóstol Santiago, uno de los 12 que acompañaron a Jesús en sus noches de espiritualidad, bienaventuranza y partidos de póker. “Voy `All in´, con dos cojones y sin tener nada. Y a ver si así el muy bala de Mateo se anima a pagar para ver una vez en su vida”, habrían sido las últimas y teatralizadas palabras del religioso, que en realidad escondía un par de ases en la mano, alto jugador.
El descubrimiento ocurrió en lo que hoy es la Comunidad de Galicia, al noroeste de España, más precisamente en los alrededores del poblado que luego sería ciudad y se daría en llamar Santiago de Compostela, en honor al finado.
A partir de entonces, el lugar se convertiría en uno de los sitios sagrados del cristianismo (casi al mismo nivel que Roma o Jerusalén), pasando a recibir a miles de peregrinos venidos de toda Europa especialmente para contemplar el Santo Sepulcro. Eso, claramente, fue mucho antes de que el viejo continente ofreciera opciones mucho más divertidas en materia de esparcimiento, como Eurodisney o el Museo de Auschwitz.
Así, nacía lo que hoy se conoce como Camino de Santiago, que en realidad son varios. El circuito más famoso es el Camino Francés, que parte del sur del país galo y recorre el norte de la Península Ibérica hasta llegar a la impresionante Catedral de Santiago, donde descansa lo que quedó del apóstol. “Bah, para ver cenizas y ambiente lúgubre me voy a Los Pelegrinos”, dice aquel lector que siempre encuentra una excusa para ir a tomarse un vino.
Lo cierto es que a los fines de completar los aproximadamente 800 kilómetros del Camino Francés a pie, al modo de los peregrinos de antaño, hacen falta unos 30 días de andanzas. Tiempo suficiente para realizar el recorrido de punta a punta, disfrutando de los bellos paisajes del norte español, el aura espiritual de la aventura y la compañía de otros viajeros que se cruzan el mundo para palpitar una experiencia inolvidable. Al llegar, amén de los pies llenos de ampollas, el cansancio a cuestas y los huesos a flor de piel, a uno se le ensancha el alma y el entendimiento. La reflexión, entonces, surge automática: “Se podría haber muerto más cerca el viejo este”.