
Ignoro si el perro con quien tropecé cierto día es una de las calles más extraviadas del barrio era quimerista y agresivo como sus convecinos; pero sí puedo dar fe de su escandalosa suciedad.
Flaco, lanudo como esos bohemios que no se recortan jamás la barba y dejan crecer por donde salga, cubierto de polvo y con un pegote de barro en cada pelo, se acercó a mí este repugnante animal movimiento el rabo y mirándome con ojos humildes.
Yo di un salto atrás, porque la experiencia me ha enseñado que se puede mover el rabo humildemente y ser en el fondo un malísimo sujeto. Pronto me convencí de que no había nada que temer. Aquel pobre perro había venido tan a menos, se hallaba tan desamparado y abatido, que los últimos rescoldos de su carácter agrio, si alguna vez lo había tenido, se habían apagado por completo.
Hice sonar con los dedos una leve castañeta, correspondiendo al meneo vertiginoso de su rabo, y me dispuse a proseguir mi camino. Pero él agradeció aquella fría castañeta como nadie me agradeció en mi vida el saludo más cordial y cariñoso. Comenzó a brincar delante de mí, y a retorcerse y a lanzar leves, suaves e insinuantes aullidos, expresando tanto gozo como gratitud.
No se agradecen así los saludos en este bajo mundo – me dijo nuevamente la experiencia – si no se teme o espera algo. Este perro no tiene amo, o ha sido arrojado por él de su casa. ¡Pobre animal! Me interesó su desgracia, y de nuevo hice sonar la castañeta con alguna mayor efusión, y él con esto renovó las señales de gratitud hasta querer desarticularse.
Inmediatamente tomó la resolución de seguirme hasta el fin del mundo.
Yo le veía detrás varias veces, dándome escolta; otras, delante sirviéndome de heraldo. Por momentos se detenía, levantaba hacia mí su hocico peludo, y me miraba con afectuosa sumisión, cual si me quisiera decir que estaba dispuesto a obedecerme como amo y señor. La desgracia de aquel animal me conmovió. Eran tan feo.
Me representaba a aquel animal, arrojado ignominiosamente de su casa, volviendo a ella a demandar gracia, aullando tristemente a la puerta; le veía marchar errante y hambriento por aquellas calles solitarias, introducirse en algún negocio en busca de una piltrafa, salir de ella molido a palos, seguir a los transeúntes hasta que éstos lo despedían a puntapiés o pedradas.
La angustia se filtraba en mi pecho, y cuando el animal se paraba a mirarme le hacía una señal de afectuosa consideración. Entonces se acercaba a mí rebosando de agradecimiento, y yo, sin temor a mancharme las manos, como los santos caritativos de la leyenda, le acariciaba la cabeza. Pero a medida que transcurría el tiempo, se apoderaba de mí un vago malestar. ¿Qué iba a ser de aquel desdichado? A un perro no se le puede dar una limosna ni recomendarle un concejal amigo para que lo coloquen de peón en el trabajo de la Villa. Necesitaba llevármelo a casa. Esto era grave. ¿Qué diría el portero que dirían los vecinos, que diría sobre todo mi familia, al ver entrar aquel bicho feo y asqueroso? ¡Vaya unas protestas, vaya una zambra, vaya una risa que se armaría en mi casa! Se me puso carne de gallina.
Comprendí inmediatamente todo lo falso de mi situación. Entonces hice con el perro lo que conmigo hacen los amigos cuando mi presencia les molesta; me hice el distraído. Cuando me miraba con sus ojos afectuosos, volvía la cara hacia otro sitio; si se acercaba a mí, fruncía el entrecejo como si no lo viese, y seguía mi camino. En fin, adopté un continente tan glacial como significativo. Pero él no vio la significación, o no quiso verla. Sin darse por enterado, persistía en sus muestras de adhesión incondicional, teniéndose siempre por mi protegido.
Una de las veces que mi mirada se cruzó con la suya vi en sus ojos, una expresión de sorpresa y súplica tal, que el corazón se me apretó. Sin embargo, lo que pedía no era posible.
Mi inquietud iba en aumento, y ya pensaba en la barbarie de arrojarlo de mi lado violentamente, cuando observo que viene hacia nosotros un tranvía. Entonces, cautelosamente, me agarro a él y me subo. Desde la plataforma veo a mi perro que camina tranquilo y confiado, vuelve de pronto la cabeza, queda sorprendido, olfatea el aire con desesperación y, por fin, baja de nuevo su cabeza hacia la tierra, resignado, como los seres que han conocido todo el dolor de este mundo y saben lo que se puede esperar de la existencia.
Jamás pude olvidarlo. Y al acordarme de él, no puedo menos que pensar que cuando algún día me vea ante el supremo tribunal de Dios, y se juzguen todos los actos de mi vida, y se cuenten mis faltas y desaciertos, he de verle aparecer con su hocico peludo y su aspecto dolorido, a dar fe de mi cruel egoísmo.
Autor: Armando Palacio Valdés