Avezado a los vientos y a las noches sin sueño,
recorría los viejos barrios de la miseria
en busca de nutrirse;
y al surgir de la Luna la palidez etérea
el pobre perro aullaba una canción funérea,
triste, con las tristezas osiánicas del mar.
Si la lluvia era grande y el frío era inclemente,
se tendía a cobijo de los grandes portales;
y si le echaban de ellos, huía humildemente,
resignados y marchitos sus ojos virginales.
Parecía nostálgico de unos vagos cariños;
nunca ladró a los pobres de capas desgarradas
y como jamás hizo ningún daño a los niños,
le solían los niños perseguir a pedradas.
Una vez casualmente, un mísero pintor,
bohemio y soñador
se encontró por las calles al miserable can;
el artista era un alma heroica y desgraciada
que habitaba una obscura guardilla ignorada,
donde sobraba el genio, donde faltaba el pan.
Un alma que tenía el amor de la gloria,
el gran amor fatal,
que unas veces nos lleva, radiante, a la victoria
y otras veces al cuarto sin luz de un hospital.
Y al ver el magro aspecto del pobre can baldío,
le dijo: “Tu destino casi es igual al mío;
yo soy, como tú eres, un proletario roto,
sin familia, sin madre, sin hogar, sin abrigo
¡y quién sabe si en ti, mísero perro ignoto,
no acabo de encontrar a mi primer amigo!
Derramaba la Luna su luminosa calma
y del mísero can, el intenso mirar
daba a entender las ansias y la inquietud de un alma
que está encerrada y que quiere romper a hablar…
Supo ver el artista, en los ojos de brasa
el mutismo elocuente de un corazón humano;
y le dijo así: “Fiel, vámonos hacia casa,
que tú serás mi amigo, desde hoy, y yo tu hermano”.
Cuando el artista, débil, exhausto y miserable,
sentía vacilar el genio inquebrantable,
le decía a su amigo de los ojos serenos:
“Yo sufro… y ya tú ves, la gente sufre menos
si alguien sufre a su lado…”.
Mas la fortuna, un día, la diosa millonaria,
llegándose al artista le iluminó la vida
con su bella alborada espléndida, nacida
de toques de clarín y alardes de tambor.
Era feliz; su alano dormía
en una alfombra, a los pies de su lecho,
y todas las mañanas le besaba la mano,
gruñendo con un aire tranquilo y satisfecho.
Mas, ¡ay! El dueño, ingrato, desleal compañero,
sumergido en un mar de goces y delicias,
ya soportaba mal las festivas caricias
de su leal cerbero.
Y pasó tiempo…. El perro, esto es, el desdichado
perdió la paz y el sueño,
viéndose muchas veces herido y castigado
por la simple razón de seguir a su dueño.
Enfermó, perdió el pelo, las fuerzas, la arrogancia…
Su dueño no podía verle sin repugnancia.
Y era como un infame, miserable asesino,
condenado a la cárcel y a galeras después;
si gruñía, llorando su mísero destino,
los lacayos brutales le daban puntapiés…
Hasta que un día, en fin, sintiéndose morir,
dijo: “No moriré sin verle; quiero ir
a exhalar, a sus pies, el último gemido…”.
Y arrastrándose casi, exhausto y moribundo,
se metió en el cuarto, lo mismo que un bandido.
Cuando el artista vio llegar al perro inmundo,
le echó la mano al cuello muy cariñosamente
y le dijo con el aire de un buen amigo:
“¡Pobrecito, Fiel mío! ¡Tan viejo y tan doliente!
Ven, que te acostaré; sal del cuarto conmigo”.
Y salieron los dos; todo estaba desierto,
la noche era sombría, era enorme aquel huerto
y el perro, andando del dueño en seguimiento,
vacilante y sombrío, oía, no muy lejos,
como un presentimiento,
el hondo sollozar monótono del río.
Y comprendió, por fin. Acaban de llegar
al agua; y el pintor,
agarrando una piedra, se la ató en el collar,
fríamente cantando una canción de amor.
Y el can, sublime entonces, impasible y sereno,
clavaba sus pupilas en las tinieblas mudas,
con aquella amargura ideal del Nazareno,
recibiendo, en la faz, el ósculo de Judas:
Y pensaba: “Es lo mismo, mi muerte va a ser cierta;
pero cumplir sus órdenes es mi único deber…
El me abrió aquella tarde la piedad de su puerta;
moriré si le doy, con mi muerte, placer”.
Luego, súbitamente,
el artista arrojó el perro al agua brava
y al darle un puntapié, cayó en la corriente
la gorra que llevaba…
Era un dulce recuerdo de una hora de locura,
la memoria de un rapto de placer concedida
por la más caprichosa y gentil criatura
que él amó, como se ama solo un día en la vida.
Y volviendo a su casa decía el hombre, airado:
“¡Por el maldito perro perder ese tesoro!
¡Cuánto mejor sería haberle envenenado!
¡Maldito sea el perro! Daría montes de oro,
la riqueza, la gloria, la existencia, el futuro
para volver a ver aquel precioso objeto,
¡dulce recordación de aquel amor tan puro!”.
Y se acostó nervioso, alucinado, inquieto.
No podía dormir.
Apenas nace el día -¡extraño!- oye que dan
en su puerta unos golpes, se levanta y va a abrir;
retrocede espantado. Es Fiel, el pobre can,
que retorna, anhelante, exánime, enarcado,
a gruñir y a exhalar el último estertor,
soltando de los dientes, al caer fulminado,
la gorra del pintor.
Guerra Junqueiro