Territorio de hazañas y proezas de héroes anónimos. Un médico de la Guardia narra, en primera persona, cómo le salvaron la vida a un pequeño tras 20 minutos de trabajo de reanimación
Como muchos sabrán u otros muchos ignorarán, el Hospital Regional Pasteur, centro de salud público y uno de los emblemas de esta ciudad es, a diario, territorio de hazañas y proezas protagonizadas por héroes más o menos anónimos, personas de carne y hueso que, cuando el momento llega y la contingencia apura, se sacan el “yo” de encima y encaran el drama ajeno como si fuese propio. Porque así es la profesión, porque alguien tiene que estar ahí para ayudar, para intentar sacar las papas del fuego, aunque estén que pelan.
Cuando estas hazañas diarias -muchas veces apenas conocidas por los interesados más cercanos- ocurren en un hospital público, la luz de la esperanza es más brillante.
Cuando además, el relato sale de la pluma de uno de los protagonistas, solo resta hacer silencio (hospital) y escuchar con respeto.
Un domingo en la Guardia
“Un domingo más en la Guardia del Hospital; tareas habituales con cadencia de fin de semana, consultas menores, charlas de colegas para decir sobre pacientes. De pronto, un grito pidiendo ayuda nos estremece a todos. Un joven, desencajado, con una criatura en sus brazos, pálida, mojada, desvanecida. Un compañero lo toma rápidamente y lo lleva a la sala de choque y comienza rápidamente su examen: no respira. Sus labios están cianóticos, no tiene pulso, sus pupilas no reaccionan al estímulo de la luz (significa lesión cerebral probablemente, por el tiempo sin oxigenarse).
El muchacho que lo traía balbuceaba: “Se ahogó, se ahogó”, sin más detalles. En pocos segundos, el equipo de guardia completo se abalanza sobre el niño de apenas un año. La experiencia lo indicaba, todos lo sabíamos, el domingo se iba a vestir de luto.
Mientras la vorágine de la reanimación sucedía observo brevemente por la ventana del shock room que todavía hay sol. Afuera, el calor aprieta. Está anunciada una gran tormenta para la tarde. Parece que los nubarrones de la desgracia caerán antes. Me concentro nuevamente dentro del recinto, no veo a nadie en disposición de claudicar. La vida de un niño está en juego, nadie bajará los brazos.
“Habían pasado 15 minutos…”
Llamaremos al paciente “T”; o mejor aún, Mister T, como aquel personaje de la serie Brigada A. Los cuarentones sabrán de qué les hablo: un hombre de raza negra que se abrió camino en Hollywood sobreponiéndose al racismo imperante en el país del norte.
Habían pasado 15 minutos de reanimación y aparece la primera luz de esperanza: un latido. Cinco minutos más y hay ritmo cardíaco. Nos brillan los ojos de emoción. Los esfuerzos se redoblan entre medicamentes, masajes y electrocardiogramas que dibujan trazos de esperanza. Su color ya es rosado, el cuerpo se entibia, sus pupilas responden tímidamente a la luz.
Miro a las pediatras, mujeres todas ellas en este domingo en el que aún no se esconde el sol. Sus rostros se relajan levemente. Están acostubradas al estrés de la medicina, y de la vida, pero el instinto materno instalado como un programa lleva miles de años depositado en ellas. El milagro de Mister T se acaba de consumar. Contra todos los pronósticos, tiene vida. No conocemos su destino, pero ha renacido.
“Gracias a Dios y a ustedes”, dice la familia.
Yo digo: gracias a Dios por el instinto materno, que mantuvo la esperanza intacta de las verdaderas mamás de Mister T.
Fabricio Stecchina
Médico