Por el Peregrino Impertinente
Contemplar el Palacio de Versalles, su impronta grandiosa, su belleza infinita, su legado eterno, hace que se caigan las medias tres cuartos. Demasiado patrimonio, injusto que sea tanto, porque después, a uno se le meten ideas de majestuosidad que no corresponden con la realidad perruna de todos los días. “Sí, lo llamo por la casa de dos dormitorios de barrio Belleti que figura en el aviso. Una pregunta: ¿Tiene jardines monárquicos, estatuas de estilo corintio y fuentes de aires barrocos?, pregunta el viajero ya de regreso en tierras gauchas, y el de la inmobiliaria no lo manda a freír churros porque está muy entretenido calculando en cuánto va a fajar a sus inquilinos con los próximos aumentos.
Paradigma del poder real y actual Museo de la Historia de Francia, la impresionante obra se ubica a apenas 25 kilómetros de París. Allí, deslumbra a todo dios. Primero, con un parque de 800 hectáreas en el que sobresalen jardines de excepcional elegancia. Después, con el Palacio en sí, joya arquitectónica cuyo valor alcanzaría para pagar la deuda externa de cualquier país del tercer mundo. “Buenísimo, negociemos entonces. Aunque le advierto que lo más probable es que le rompamos el or…” dice un buitre demasiado sincero.
Adentro de la otrora mansión destacan sitios como los Grandes Aposentos del Rey y la Reina, la célebre Galería de los Espejos, el Salón de Los Nobles, la Capilla y la Opera; e incluso el Gran y Pequeño Trianón (estos últimos en edificios separados y recluidos, onda empleado estatal).
Allí, cualquiera con un poco de imaginación podrá recrear el paso de reyes notables, como Luis XIV, o la llegada de turbas iracundas en plena Revolución Francesa al grito de “María Antonieta, te vamo a inflá”.