Son muchos los motivos por los que podemos asegurar que, cuando hay ajuste económico, hay una feminización de la pobreza. Las mujeres somos, en general y por una cuestión cultural y económica, quienes llevamos adelante el cuidado de las personas que viven con nosotras: cuidamos a niños y niñas, a los mayores, a nuestras parejas. Por lo tanto, apenas comienzan a faltar los recursos e ingresos para sostener la vida cotidiana, las principales afectadas somos quienes damos resolución a la alimentación, la escolaridad, la limpieza, las compras de los productos necesarios para la supervivencia.
A esto debemos sumarle que el empleo femenino es más precarizado y flexibilizado y mucho más en tiempos de ajustes.
Además, debemos pensarnos en todas nuestras dimensiones sociales, como personas inmersas en este sistema de clases en el que no hay nada peor que ser mujer, pobre y negra o pobre y travesti, pobre e india y así podríamos continuar casi infinitamente haciendo terribles combinaciones de exclusión.
A la pobreza debemos agregarle todas las otras formas de discriminación y exclusión como la raza, la nacionalidad de origen, el género, la elección sexual, la edad, etcétera, que recrudecen en esos períodos tan marcadamente neoliberales. En nuestro país vivimos esta realidad recientemente, en los 90 y principios de 2000.
No es posible entonces que, desde este Estado donde claramente hay una política de concentración de los ingresos echando mano a las recetas conocidas de despidos, represión, devaluación económica y recorte de programas de acceso a derechos, podamos pensar alguna política pública que vaya en favor real del conjunto de las mujeres.
No podemos pensar que el Estado avance en un plan real contra la trata con fines de explotación sexual en un proceso de empobrecimiento de los sectores populares. La parálisis de la economía y la persecución a la economía popular complican aún más las realidades en los barrios y en las familias. El dinero empieza a escasear rápidamente, las redes de prostitución y de trata se fortalecen y la explotación sexual de mujeres, travestis y niñas se hace cada vez más difícil de combatir.
Tampoco contra la trata laboral porque la desregulación del trabajo y el cierre de organismos de registro de trabajadores y trabajadoras como Renatea hacen que proliferen los talleres clandestinos y la explotación rural.
Más aún cuando el propio presidente está vinculado a personajes como Martins, cabeza de redes de prostitución o cuando la primera dama está acusada de explotación laboral en los talleres textiles de sus marcas de moda.
No podemos esperar avances desde el Estado en materia de violencia hacia las mujeres aunque el presidente maquille sus políticas recibiendo a familiares de víctimas de femicidio. El empobrecimiento es violencia económica, la represión en las movilizaciones es violencia institucional y mantener presa a una mujer por protestar también lo es. Lo mismo que ajustar y reducir los programas de salud sexual, lo que nos acota las posibilidades de decidir sobre nuestro propio cuerpo.
Hablar de avances en políticas públicas de género en un contexto de ajuste parece como mínimo complicado. No hay modo de profundizarlas desde el capitalismo salvaje y el ajuste presupuestario. Todo lo que pueda decirse o hacerse desde este Estado comandado por los propios dueños del poder en nuestro país es cosmético. No será más que maquillaje de un proceso de exclusión y empobrecimiento del conjunto del pueblo y, por supuesto, de las mujeres.
Patriarcado y capitalismo salvaje son, desde sus orígenes, dos caras de una misma sociedad desigual.
De las organizaciones
Parte de la experiencia de nuestra propia historia nos indica que cuando hay feminización de la pobreza también se produce una feminización de las organizaciones.
Tendríamos que recordar que, en plena crisis del neoliberalismo a fines de los 90 y principios de 2000, todas las organizaciones que se crearon en cada rincón del país, tenían un importante protagonismo femenino. Comedores, merenderos, copas de leche, las asambleas barriales, trueques, cooperadoras, asociaciones rurales en defensa de la tierra y del campesinado y muchas otras formas organizativas contaron con una participación masiva de mujeres.
Incluso en todos los piquetes de aquellos años que comenzaron en varias provincias hasta extenderse en Buenos Aires y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), la participación de las mujeres fue fundamental y masiva. Hasta en las fábricas cerradas donde los trabajadores eran varones, las esposas tomaban la posta y continuaban la pelea cuando sus hombres se deprimían.
Si no hubiera sido por todas esas mujeres no hubiéramos logrado los maravillosos debates y leyes que conquistamos en los últimos doce años. Fuimos capaces de dar respuestas a la ausencia del Estado ante las necesidades básicas de nuestra sociedad. También de tomar agendas del feminismo, agrandarlas, y ampliar el debate al conjunto de los sectores populares. Incluso a quienes no conocíamos exigencias fundamentales que luego se nos hicieron propias, como la necesidad de decidir sobre nuestros propios cuerpos, vivir una vida libre de violencias, el acceso a la salud como elemento fundamental para una ciudadanía plena, el derecho al aborto legal, seguro y gratuito o a la libre elección y goce de nuestra sexualidad.
Claro que ese movimiento enorme de mujeres se fue cruzando con agrupamientos feministas, LGBTI, etcétera, que enriquecieron las búsquedas, las consignas y los logros políticos y sociales.
Todos esos reclamos y propuestas de las organizaciones se hicieron realidades en leyes y políticas públicas a partir de 2003 cuando, con los gobiernos de Néstor y Cristina de Kirchner se modificó el paradigma del Estado que por primera vez en muchos años tomó las reivindicaciones populares y las hizo propias.
Es un honor y un orgullo haber sido parte de esa historia.
El enemigo interno
La coyuntura actual nos lleva a revisar nuestra historia, tomar lo mejor de ella y salir con creatividad hacia el futuro con nuestra organización popular. Pero también nos obliga a una conciencia crítica de nuestra propia práctica, a revisar constantemente nuestras formas organizativas y políticas.
Revisar cómo calan en nosotros y nosotras mismas las miserias de un sistema perverso que nos impulsa al individualismo, al sectarismo, al sálvese quien pueda y, por supuesto, al machismo que nunca logramos desterrar de nuestras propias experiencias populares.
Hay claridad en cuáles son los principales enemigos externos del pueblo: los fondos buitres, las corporaciones, los gobernantes que representan sus intereses. Pero es difícil identificar otros enemigos que tenemos metidos en nuestro ADN cultural y que tenemos que combatir.
No volver a ser quienes limpiamos comedores, cortamos cebollas en los acampes y cortes, cuidamos los niños y las niñas, mientras nuestros compañeros varones participan de las reuniones donde se deciden las cosas, es un desafío permanente. Hemos crecido mucho en estos años, sabemos cuáles son nuestros derechos fundamentales, pero no podemos perdernos en aquellas desigualdades machistas que nos atraviesan.
Creo en nuestra capacidad como pueblo, en la capacidad de las mujeres de nuestro pueblo, en la experiencia de todos estos años de construcción y de conquistas y en la larga cadena de lucha de nuestras antepasadas y nuestros antepasados. Todo nos servirá para enfrentar el futuro con las herramientas y la creatividad necesarias para seguir insistiendo en que siempre es posible construir una sociedad más justa.
* Villamariense. Fue titular del Comité Ejecutivo para la Lucha contra la Trata y Explotación de Personas y para la Protección y Asistencia a las Víctimas. En la última elección fue candidata a Diputada al Parlasur por el Frente para la Victoria y anteriormente se desempeñó como diputada nacional (2007-2011). Es referente de la Corriente Política y Social La Colectiva.