Desde el nacimiento del impresionismo que los molinos han estado relacionados con la pintura. Se debe a que en Montmartre, barrio obrero de las afueras de París, se molía la harina para las panaderías. Y en ese barrio barato de casitas bajas se habían instalado los artistas pobres que marcarían el Siglo XX. Aún hoy sigue siendo célebre el “Moulin Rouge”, refugio de Henri Toulouse-Lautrec o el “Moulin de la Gallette”, de Vincent Van Gogh, que cuelga del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires (único “Van Gogh” en la Argentina).
Setenta años después y al otro lado del océano, un “pintor europeo nacido en Brasil” también ponía su caballete frente a un molino. Ya no se trataba de las torrecitas con paletas de Montmartre sino de las grandes moles de ladrillo como en Inglaterra (la Revolución Industrial había impuesto su tecnología al alimento de la especie).
Ya no era el impresionismo sino sus coletazos tardíos en Argentina. Tampoco era París sino Villa María, esa incipiente ciudad de la pampa gringa a cuyos alrededores se cosechaba más trigo que en toda la cuenca del Sena.
Hace unos días, caminando por calle Jujuy entre Alem y General Paz, vi la imponente estructura del “Molino Fénix” y pensé automáticamente en Bonfiglioli. O mejor dicho me acordé súbitamente de su fabulosa pintura del año 55, esa que vi en casa de su hija Nella.
“A mi papá le gustaba mucho pintar el trabajo”, me había dicho la mujer que, sin saberlo, me estaba concediendo su última entrevista antes de morir. Así que volví al lugar del hecho dispuesto a fotografiar lo que aún quedaba de aquel paisaje. Y me encontré que, a excepción de una casita blanca y otra beige (actual Dirección de Institutos Privados de Enseñanza) las fachadas habían cambiado de manera brutal. Hay un complejo de departamentos donde antes había una tapia y una moto donde la mujer pintada de rojo caminaba con su hijita como en una procesión. Hay pavimento en la calle que antes era una seca lengua de tierra, decenas de autos donde antes había un caballo y pura urbanidad donde los obreros hacían un trabajo casi rural.
Pero también me sorprendió comprobar que, desde la vereda, el molino era más bajo que en el cuadro. Luego recordé que a Bonfiglioli le gustaba pintar desde las alturas (hay varios “paisajes aéreos”) y vi por primera vez que uno de los trabajadores no estaba en la vereda como su compañero sino en un techo. Y lo más lógico (me dije) es que el propio artista haya puesto su caballete en esa misma losa. Para comprobarlo, subí los dos primeros escalones de un poste de luz. Y a medida que ascendía, el molino se agigantaba sobre los techos como el casco de un transatlántico entre las lanchas.
Estoy seguro de que Bonfiglioli pintó ese cuadro desde el primer piso de lo que hoy es el edificio de Jujuy al 1051. Lo que todavía me pregunto es si le pasaron por la cabeza los molinos de sus admirados impresionistas; si habrá pensado en esa barriada villamariense como en un pequeño Montmartre y si creyó en la perdurabilidad de una obra que no sólo hablaba del trabajo sino de un fabuloso diálogo cromático entre el terracota del ladrillo y un cielo gris-azulado, apenas quebrado por la mujer de rojo.
No vi las fotos que saqué desde el poste hasta llegada la noche. Pero era tal la uniformidad de tomas que no entiendo cómo elegí una de manera automática. Se trataba (me di cuenta luego) de la única que tenía figura humana en el paisaje. Un muchacho y un señor de camisa blanca caminando exactamente a la altura de la mujer del cuadro. Y pensé, con un pensamiento más mágico que lógico, que acaso Bonfiglioli mismo me lo haya puesto ahí, para equilibrar compositivamente la mala foto de un paisaje desolado. O para que yo pensara lo que terminé pensando: que acaso era el nieto de la mujer de rojo o el hijo de la nenita de blanco. Esas dos mujeres al óleo que una tarde caminaron hacia una mole imponente como un templo, donde los obreros bendecían con sudor el pan nuestro de cada día.
Iván Wielikosielek – Especial