Escribe Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
Quechua hablan los muchachos. En esa milenaria lengua americana se comunican, mientras despuntan el vicio del parchís con velocidad maestra, tirando los dados y moviendo las fichas sin que el viajero comprenda un ápice, y sin que lo llamen. Están los cuatro, de pie en torno a un barril que hace de mesa, el cabello largo y trenzado, la chaqueta de cuero y el aire, los gestos y la timidez, muy andina. Ellos son Otavalo.
Ubicada en el norte de Ecuador, a 2.500 metros de altura sobre el nivel del mar, la pequeña ciudad basa su alma en tales maneras. Cultura indígena, aromas de los Andes, costumbres que se respetan. Queda claro en su mercado, uno de los más famosos del continente.
Conocida como Plaza de los Ponchos, la feria es un espectáculo digno de ver. Infinidad de puestos se despliegan cada sábado en la explanada central, ofreciendo una muestra ejemplar de patrimonio autóctono. Corporizan el bullicioso cuadro señoras de pollera y tez morena, y los miles de tapices, y sombreros, y alfombras, y vasijas, y collares, y hamacas, y ponchos (claro) y mil productos artesanales más. Son los que producen los aldeanos que bajan de las laderas circundantes, prestos a vender y a vivir.
Más pruebas del talante vernáculo radican en sitios como la Feria de Animales o el Cementerio Indígena. La primera también tiene lugar los sábados, y exhibe el espíritu local acaso más que el mercado. Llega a su ceno el vendaval de paisanos, uno acarreando cabras, el otro chanchos, aquel agarrando las gallinas del cogote. Hay compra y venta entre el mugido de las vacas y el llamado del que comercia con conejos, con perros, con gatos… exótica y vibrante la postal.
El Cementerio Indígena, en tanto, potencia las sensaciones, las tradiciones latinoamericanistas. Cholas y cholitas cargan a sus niños o a sus hermanos en la espalda, manto mediante, y así encorvadas le rinden tributo a los muertos. Un poco de agua, un puñado de porotos, un dulce… todo es poco a la hora de mimar a los que al más allá partieron.
Pero no queda en pinturas extravagantes la visita a Otavalo. Emplazada en una región bellísima (la plenitud de la Provincia de Imbabura, apenas 100 kilómetros al norte de Quito), este municipio del tamaño de Bell Ville brinda naturaleza a dos manos. Montañas, lagos y cascadas riegan los alrededores de primores, y por asociación, de actividades para el viajero.
En ese sentido, lo primero que hay que citar es el Lago San Pablo. Enorme espejo rodeado de cerros y volcanes, es emblema de la provincia. En torno al agua (que suele acoger a pescadores nativos en sus canoas de paja), convocan espacios célebres como el Mirador El Lechero (con su árbol sagrado y fantásticas panorámicas de los volcanes Cotacachi e Imbabura, la montaña Fuya Fuya y hasta bosques de eucaliptos), las preciosas cascadas de Peguche y Taxopamba (cortejadas por furiosos verdes) e incluso alegres pueblos de rostro colonial (Quinchuqi, Quichinche y el mismo Peguche, por caso).
Apenas más alejadas, las Lagunas de Mojanda regalan una caminata circular que en un par de horas llevarán al excursionista a enamorarse de sus costas. La grande, la negra y la pequeña se llaman las lagunas, y están colgadas de las montañas a 3.700 metros de altura sobre el nivel del mar. Con todo, para llegarles al patio hace falta apenas un taxi. Así de fácil se la pone a uno Otavalo cuando de coquetear con los Andes se trata.