El siguiente texto es el prólogo del libro “Ayotzinapa, horas eternas”, de Paula Mónaco Felipe, al que presentó en Córdoba hace poco y hará lo propio en Villa María a fines de este mes en la Medioteca. El prólogo fue escrito por la afamada novelista azteca. La ilustración pertenece a nuestro asociado Raúl Olcelli
Escribe: Elena Poniatowska Amor (PREMIO CERVANTES 2013)
Era previsible que Paula Mónaco se apasionara por el caso de Ayotzinapa y sus 43 normalistas desaparecidos que ahora todos queremos encontrar. Era previsible porque ella nunca dejó de pensar en sus padres a lo largo de 37 años, ya que la Junta Militar argentina se los llevó cuando sólo tenía 25 días de nacida.
Era previsible el fervoroso interés de Paula en el caso no sólo de su desaparición el 26 de septiembre de 2014, sino el asesinato de tres de sus compañeros porque tiene que ver con su propia historia.
En Ayotzinapa tomó entre sus brazos a la recién nacida Melanny, hija del normalista Israel Caballero Sánchez, de 20 años, y de Rocío Locena, de 20 años, y ese solo gesto la devolvió a su propia historia.
A Paula la criaron sus abuelos en medio de una familia numerosa y una multitud de tías. Jesusa Rodríguez cuenta que ella y Liliana Felipe, en las vacaciones en Villa María, Córdoba, paseaban en las playas de arena fina en el Río Tercero y fingían ser cocodrilos dentro del agua que les llegaba al tobillo. La niña lo disfrutaba -su alegría siempre ha sido sonora- y luego se perdía entre una ronda de chiquillos de la misma edad que reían felices y tomaban la vida a manos llenas como si fuera una gran fiesta. Para Jesusa, Paula -todavía hoy- es una niña mitad cocodrilo.
Era previsible que Paula Mónaco se indignara con la desaparición de los 43 normalistas -algunos de su edad- y abrazara a los padres de familia de los “ayotzis” como a ella la abrazaron sus abuelos Ester y Gregorio, que tomaron el lugar de sus padres.
Era previsible que Paula buscara los estudiantes vivos, examinara sus fotos y volviera a hacerlo sentada al lado de los padres y los hermanos en Ayotzinapa y preguntara una y otra vez si José Angel era alto o tenía buen carácter y si Leonel recordaba con gusto la Costa Chica. Era previsible que quisiera pasar el Año Nuevo con ellos, llevándoles de comer y repartiéndoles platos de guisado y arroz con una generosidad y una determinación muy poco comunes. “Tiene que comer, no se deje ir, vamos a encontrarlos”. Paula, en Argentina, militó en HIJOS y desde muy joven ayudó a los familiares a sobrevivir al dolor.
Era previsible porque apenas tuvo uso de razón, a la hora en que los adolescentes se encierran sobre sí mismos y se preocupan por el largo de su cabello o por su acné, Paula encontró a otros jóvenes igual a ella y se integró a HIJOS, una asociación de todas las víctimas que se propusieron quitarle el sueño a la Junta Militar argentina y a sus colaboradores parapetados tras los muros de su casa en Buenos Aires, en Mendoza, en Córdoba, en Santa Fe, en Salta y en otras grandes ciudades de Argentina.
En cambio, en México los asesinos siguen libres y a escasos días de que se cumpla un año de la desaparición de los normalistas, los peritos revelan para nuestro escándalo que las “verdades históricas” no son lo que nos quieren hacer creer. La Comisión Internacional de Derechos Humanos determinó que los normalistas no fueron quemados en el basurero de Cocula. Resulta imposible que se redujeran a cenizas entre 13 y 15 horas de cremación. Se habría producido un incendio imposible de no ver. A esto hay que sumarle la larga lista de errores, omisiones y ocultamiento de evidencia de procuradurías y policías involucradas en la investigación.
Entre todos, los hijos inventaron el escrache, palabra que viene del lunfardo, el habla de los barrios rioplatenses. En Argentina, Uruguay y en España, muchos activistas escogieron el escrache para marcar la casa del militar o del funcionario y responsabilizarlo ante la opinión pública. En 1995, HIJOS decidió actuar a la vista de todos y marcar con pintura roja el domicilio de quienes habían cometido acciones en contra de hombres y mujeres pensantes como la joven y bella Ester Felipe y su esposo Luis Mónaco que el régimen decidió encarcelar, torturar y matar. Así como los militares ejercieron una acción directa y persiguieron y asesinaron a argentinos por sus ideas políticas, así también los hijos se abocaron a exhibir a los militares ante la opinión pública. “Asesino a dos cuadras” ponían sobre el nombre de la calle.
Paula resultó una pieza clave en el grupo de HIJOS porque, como lo cuenta Jesusa, “ya a los cuatro años sabía todo de la desaparición de sus padres y manejaba el archivo mejor que nadie. Cuando el abuelo Gregorio le pedía, por ejemplo, un habeas corpus, sin vacilar un segundo lo encontraba, ante el asombro de todos”.
Bajo el lema “Si no hay justicia, hay escrache”, HIJOS se preparó durante meses para denunciar al torturador en el barrio, seguirlo, conocer su rutina y por fin acusarlo y exponerlo ante la comunidad. Antes del escrache, una banda callejera repartía volantes y folletos que advertían que un sujeto indeseable contaminaba el entorno, ya que entre ellos vivía un torturador criminal. Lo denunciaban en las casas, en las tienditas cercanas, en los parques públicos. Muchas veces, gracias al escrache, el torturador se iba del barrio.
Hasta el día de hoy esta organización horizontal sigue en pie y en gran medida son ellos, los hijos de los desaparecidos y los asesinados quienes han logrado que se enjuicie a los torturadores. Gracias a HIJOS, los verdugos hoy purgan sentencias a perpetuidad en cárceles para delincuentes comunes.
Que Paula Mónaco decidiera formar su propia familia el día que el responsable de la muerte de sus padres fuera condenado a prisión perpetua resulta significativo.
En la ciudad de México, doña Rosario Ibarra de Piedra, los HIJOS y Jesusa Rodríguez adoptaron el “escrache” y marcaron la puerta de madera en San Jerónimo Lídice de la casa del expresidente Luis Echeverría Alvarez, a quien los estudiantes del 68, Raúl Alvarez Garín y Félix Hernández Gamundi, lograron sentar en el banquillo de los acusados por la masacre del 2 de octubre de 1968.
¿Qué tienen en común Córdoba, Argentina y Ayotzinapa, Guerrero? Paula, periodista y luchadora contra la desaparición forzada en nuestro país, se inclinó muy pronto hacia la crónica de tragedias como el tifón en Filipinas y el encarcelamiento del profesor Patishtán en Chiapas. ¿Qué tienen que ver los normalistas desaparecidos y heridos en Iguala, hijos de campesinos, migrantes, albañiles, vendedores ambulantes con jóvenes argentinos víctimas de la dictadura militar? ¿Qué sueños comparten? ¿Qué fotografías de infancia? De Paula Mónaco se podría decir que tiene muchos amigos, que le gusta el teatro, que disfruta ir al cine, tomar mate, bailar, que adora a los perros, le encanta manejar su coche, ríe a carcajadas, come milanesas, empanadas y alfajores y es súper amorosa. Al joven normalista Abel García Hernández le encantaba jugar a las canicas tanto como Abelardo Vázquez Peniten celebró estudiar, hacer la mezcla, acomodar los ladrillos y preparar los castillos de una construcción al lado de su papá albañil. Adán Abraján de la Cruz es, al igual que Paula, buen bailador, y Alexander Mora Venancio tenía pasión por el fútbol. Antonio Santana Maestro gritaba apasionado al ver partidos por televisión y Benjamín Ascencio Bautista hacía reír a todos con sus ocurrencias. Bernardo Flores Alcaraz recogía a animales heridos y se las ingeniaba para curarlos como lo hace Paula en Coyoacán, donde habita feliz. Carlos Iván Ramírez Villareal trabajaba en el campo arreando vacas mientras Carlos Lorenzo Hernández Muñoz, portero de un equipo de fútbol, disfrutaba bailar los sábados y César Manuel Gonzales Hernández regresaba a casa sin chamarra porque la regalaba y a todos trataba de “usted”. Christian Alfonso Rodríguez Telumbre zapateaba canciones tradicionales como El zopilotito, La Iguana y Te va Cirila, y Christian Tomás Colón Garnica, muy aplicado para el estudio, se tapaba los oídos para seguir concentrándose en su lectura. Paula canta los tangos de Julio Sosa y la Lunita Tucumana al igual que el Nos tienen miedo porque no tenemos miedo y Elotitos tiernos de su tía Liliana Felipe. Cutberto Ortiz Ramos hacía reír a todos y Doriam González Parral se la vivía con un lápiz en la mano. Jorge Luis González Parral, peluquero, un día les cortó el cabello a todos y Everardo Rodríguez Bello a los 10 años estudió música. Paula Mónaco también sabe mucho de música y ha organizado con maestría los conciertos de su tía Liliana Felipe, la hermana de su madre Ester, en varias ciudades de Argentina. Podríamos seguir así ad infinitum pero ahora sólo nos queda presentar este libro de una chava que sabe cuidar a los demás, jugársela con los que menos tienen, indignarse por la injusticia y tener dentro del pecho algo que a todos nos beneficia: un gran corazón.