Ya no hablamos de política. Aunque parezca lo contrario (por la proliferación de programas supuestamente políticos en los medios) todo se ha embarrado por la sospecha de corrupción y por la criminalización de lo político. La maniobra imperceptible pero eficaz de quitar autoridad al interlocutor, hoy ha dado grandes resultados en el vaciamiento del debate y del pensamiento.
Todos estamos sospechados, por lo que el valor de nuestra palabra se vuelve nula. Se confunde debatir con agredir. Se confunde la política con el negociado. Se recurre a la metáfora de la grieta para culpar a un sector de haber dividido a la sociedad argentina, cuando la grieta no es otra cosa que el correlato del muro de Donald Trump o las fronteras cerradas a los refugiados en Europa, o sea, la manifestación de una sociedad donde unos señalan a otros como los culpables de todas las desgracias.
Se han creado numerosos epítetos para descalificar, quizás con el ánimo de aminorar la culpa por el hecho de denigrar a otro ser humano. No es lo mismo desearle el mal a una persona que a un “ñoqui”, un “choriplanero” o un “kk”. El lenguaje se ha utilizado para crear un nuevo andamiaje simbólico donde nos despegamos de nuestra responsabilidad por nuestros propios sentimientos de odio.
Del otro lado de la grieta hay hombres incólumes e impepinables, por lo tanto, su verdad es incuestionable, tan inobjetable que lleva a aceptar mansamente salvajes medidas de ajuste o las explicaciones más inverosímiles sobre una cuenta offshore que estando activa durante 10 años nunca fue utilizada ni produjo ingresos a sus directivos, que es como creer a quien fue sorprendido en un hotel alojamiento y aduce que fue a dormir a siesta.
El valor de la palabra está supeditado a la sospecha.
Los catalizadores de la realidad, artífices de la construcción de una opinión pública que definió el acontecer político de nuestro país, no están abiertos al debate y utilizan como estrategia la descalificación personal y la tergiversación del discurso y de la intencionalidad para tapar su gran falencia, su falta de argumentos. Todo esto avalado por la adulación exacerbada de sus seguidores, con comentarios producto de una actividad sináptica que produciría un registro encefalográfico plano.
La política está herida. Herida por el mercado, que con sus tentáculos va colonizando ya no sólo territorios, sino mentes y voluntades. Un mercado para el cual un país como el nuestro es una cantera de recursos naturales para devastar y de recursos humanos para explotar, por lo tanto, un niño pobre con una computadora en las manos se vuelve una verdadera amenaza. Un mercado que promueve la globalización cuando de dinero e inversiones se trata, pero que cierra las fronteras cuando debe cobijar a personas que huyen del genocidio.
Ya no hay campañas políticas, sino campañas publicitarias, cuyo única finalidad es la venta de un producto: el candidato, y se vale de cualquier estrategia, así sea la calumnia, el desprestigio, la mentira o los chivos expiatorios. Grotescos personajes (amantes confesas, criminales delatores, políticos venidos a menos erigidos en justicieros) desfilan por los medios y se sientan en la mesa de Dorian Gray. Los cortesanos aplauden, paradójicamente los plebeyos también.
A lo que más teme el mercado es a la palabra. Por eso se quieren apoderar de ella y mancillan la del pueblo. Pero la palabra escapa de sus captores, sobrevive, se filtra como puede, porque sabe dónde es bienvenida y bien tratada… se mete en los grupos de compañeros, en las radios comunitarias, en la música y la poesía y se crea una red de significantes para contenernos, donde una letra o un animalito pintoresco mágicamente (o no tanto) se convierten en banderas.
Ruth Naselli – DNI 20.804.509