Referente de la Triple Frontera (Perú, Brasil y Colombia), la aldea ofrece una experiencia cultural única. Lo exótico del cuadro, de cara a la selva más grande del mundo y al río más caudaloso
Escribe: Pepo Garay
ESPECIAL PARA EL DIARIO
Descomunal Amazonas, a la que sólo se accede por vía fluvial y que junto con Tabatinga (Brasil) y Leticia (Colombia), forma parte de la llamada Triple Frontera. Rincón perdido en el mapa sudamericano, ignorado por las guías turísticas, y soñado por el viajero de ley.
El pueblo, rejunte de casitas de madera y gentes entrañables, se pasa las eternidades sobre la isla con la que comparte nombre, rodeado por un tándem inaudito: la selva más grande del mundo y el río más caudaloso. Pavada de contexto natural que ofrece a los pocos visitantes que se le animan a la parada, una experiencia única.
Semejante escenario no pareciera hacer mella en el perfil local. Una arteria empedrada recorre la costanera del Amazonas, al canto de innumerables especies arbóreas y de aves, y mechada de hoteles descascarados, humildes comedores y paisanos que en ojotas y pantalón corto viven silbando.
Como Francisco, el dueño de una de las posadas que en sonrisa generosa y modales tiernos (bendito sea el Perú), aclara que de haber luz eléctrica, será sólo de las nueve de la noche a las tres de la mañana, que así son las cosas por estos lares. Hermosa aventura, si no fuera por los infernales calores que en plena madrugada dejan a todo dios sin la gloria del ventilador. El empeño de los mosquitos es otro añadido. En fin, el viaje.
“Pero si juntamos unas monedas entre todos, le ponemos gasolina al generador y vemos el partido”, dice Francisco, y ya están él, su amigo, el conserje y un par de huéspedes reuniendo las monedas. Afuera ruge el terrible aguacero, compañero de andanzas en el periplo por la jungla. Hoy será tarde de fútbol.
Al finalizar, bien viene sentarse en la fonda contigua, y a precios irrisorios disfrutar del pirarucú (una de las tantas delicias que nadan en el río) con patacones (plátano frito y prensado en rodajas), y arroz. O antes, cuando el sol de la siesta prende fuego a forasteros y a dos mil y pico de santarroseños, meterse en un bar de mala muerte, matar en seco un vaso de aguardiente y reírse de lo lindo con los simpáticos y amables parroquianos.
Hacia Brasil y Colombia
Bien temprano, cuando el sol todavía no se da por aludido, el muelle ya tiene movimiento. Un barco anciano y destartalado se muestra orgulloso. La nave es uno de los dos medios de transporte para llegar al célebre Iquitos (la ciudad no conectada por carretera más grande del mundo), en tres días de reflexiones, delfines rosados y hamacas paraguayas junto al Amazonas. El otro es una lancha rápida, para los “pudientes” (12 horas le toma hacer el mismo recorrido).
También levantan las manos unas lánguidas lanchitas a motor (algunas son apenas canoas), que en cinco minutos cruzan el río y te llevan hasta Tabatinga. El otro Brasil, que poco conoce de sambas y vida da praia, y mucho de costumbres indígenas (legado de los ticuna es aprovechar los monos en la gastronomía, por caso), rostros señudos y ferviente espíritu religioso (brotan las biblias entre los pasajeros de los barcos, que aquí cumplen el papel de colectivos). La ciudad (60 mil habitantes), tampoco presenta atractivos específicos, pero al igual que Santa Rosa, regala vivencias culturales sublimes.
En la orilla contraria, reposa la tercera en discordia. Leticia, la colombiana, muestra la cara más turística de la Triple Frontera, de la mano de hoteles bien, restaurantes bien, y “el” cajero automático (un imposible en sus vecinas). Es ella, también, la que cuenta con empresas dedicadas a las excursiones por la selva. Pasar la noche en la jungla, ver caimanes, pescar pirañas, visitar lagos (como los de Yahuarcaca), parques nacionales (como el Amacayacu) y comunidades indígenas (Monilla Amena, Hitoma, Yaguas…), corporizan algunas de las inolvidables actividades.
Casi tan inolvidables como echarse en el sillón de un hotelucho de Santa Rosa, repartir las monedas con la cuadrilla, ponerle gasolina al generador, y compartir un partido de fútbol al son de la lluvia amazónica.