Definida por los ríos Limay y Traful, muy cerca de Bariloche, el área presenta algunos de los paisajes más bellos de la Patagonia. Las bellísimas formaciones montañosas, entre pinares y cipreses
Escribe: Pepo Garay
ESPECIAL PARA EL DIARIO
E l viajero villamariense sale con rumbo a San Carlos de Bariloche, en busca de las montañas, del lago Nahuel Huapi, de la esencia de la Patagonia, tan cara a nuestros sentidos andantes, sumamente bella en cada una de sus virtudes naturales. Piensa en eso, anhela, mientras la ruta se extiende interminable, que no es poco el trecho para ponerse a darle vida a los sueños. Y entonces, como una ofrenda inverosímil, aparece un tal Valle Encantado. Uno calladito, de los que no salen en las portadas de las revistas.
El rincón en cuestión está ubicado al sur de la provincia de Neuquén, en las mismas orillas de la ruta nacional 237, la que lleva a Bariloche. Son unos 15 kilómetros de paisajes alucinantes. Un valle árido en sus quehaceres, medio amarilla la estepa, pero mechada de pinos y cipreses que le dan a quien contempla idea de oasis. Pasa el río Limay, azulísimo, columna vertebral y labrador del circuito, hasta cruzarse con el Traful, también muy ancho, muy correntoso, muy impoluto.
Mientras, el escenario se tiñe de montañas alocadas, de mil formas. Simulan ser castillos, y personas, y seres mitológicos, en una de marrones, grises y cúspides de aguja que estremecen. Fino el ojo y atento el corazón de aquel que decidió darle a este portfolio de bondades el mote de “Encantado”.
En rigor, el valle descansa 65 kilómetros al noreste de Bariloche y a 1.400 de Villa María. Se podría decir que su epicentro es el paraje de Confluencia, aunque a ciencia cierta no se sabe con exactitud dónde comienza y dónde termina. Lo importante es que está ahí, pletórico.
Curioso es que no haya mucho que acotar en términos de lugares propios, de actividades concretas. Menos sobre infraestructura turística, toda vez que el área va apenas mechada de cabañitas perdidas, campings y alguna que otra estancia.
Esa cualidad de destierro, acaso, no hace más que potenciar el embrujo del valle. Sólo la 237 nos recuerda la existencia de la civilización. Pero ni caso le hacemos a la ruta, al vaivén de los autos. ¿Cómo centrarse en algo tan banal de cara a semejante portento de la naturaleza, río y cerros latiendo al lado de la reposera? No exagera ni un ápice el viajero que al enamorarse del valle, lo sube al pedestal de los puntos más hermosos de la geografía nacional. Así de seria viene la relación.
Figuras hipnóticas
A la hora de la caminata, desde los alrededores de Confluencia se puede penetrar en el mapa montañoso e ir a buscarle el misterio a las cuevas “del Indio” y “del Caballo”, donde el forastero encuentra pinturas rupestres, la prueba del paso aborigen por la zona.
En los óleos de la creación, en cambio, hay cóndores revoloteando los cielos e incluso ciervos y guanacos pastando (aunque el encuentro con los cuadrúpedos resulta bastante más improbable).
Luego, convocan en nueva cuenta las formaciones rocosas, esculpidas por millones y millones de años de viento y agua. El producto, ya se dijo, son figuras hipnóticas que algunos han bautizado con títulos algo rebuscados. Está “El Tren”, “El Centinela”, “Los Leones Enamorados” y hasta algún atrevido apodó “Dedo de Dios” a un conjunto de piedras en las alturas. Si existe, y si algo tuvo que ver el supremo en lograr semejante obra, decirle que fue un trabajo estupendo.