Escribe:
Rubén Rüedi, Historiador, Especial para EL DIARIO
Nuestras raíces profundas se encuentran en la diversidad. Esa es nuestra identidad: la suma de identidades. Somos hijos de la pluralidad; producto de confluencias culturales que desde tiempos remotos se amalgamaron en esta tierra cruzada por todos los vientos de la historia.
Ya los pueblos originarios del país encontraron puntos de convergencia en este cuenco de la abundancia. Todo lo prodigaba natura. Desde los animales hasta los vegetales, desde el agua pura hasta el clima benévolo, desde el humus feraz hasta el límpido cielo.
Fuimos desde aquella época confluencia de lenguas. Los antiguos hablaban el henia o el camiare. Llegó la Conquista imponiendo el quechua de los miles de yanaconas que con Jerónimo Luis de Cabrera bajaron de lo que hoy es Bolivia para fundar la Córdoba de la Nueva Andalucía. Y con ellos también llegó el castellano, el portugués, el catalán, el gallego, el andaluz o el euskera.
La llanura donde se asienta Villa María fue también testigo de la ignominia y la desvergüenza, cuando aquí llegaban carretas provenientes del puerto de Buenos Aires con africanos envueltos en cadenas.
Y unos y otros amaron y odiaron junto al río rumoroso que tributa sus aguas en el Paraná majestuoso. Y nació el mestizo, el mulato, el zambo, en noches fecundas donde el tiempo conjugaba los verbos humanos. Y unos y otros fueron gauchos a caballo forjando la libertad de la Patria junto a San Martín o Belgrano.
El Paso de Ferreira vio pasar aquellos ejércitos que marchaban a la lucha contra el godo opresor.
Epocas pretéritas en que la Posta brindaba reparador descanso a los viajeros que surcaban la inmensidad de la llanura cordobesa.
En este apacible lugar, cantores provenientes de todos los rumbos alzaban sus voces telúricas al compás de las guitarras en noches de estremecedor silencio. Fue la Posta de Ferreira encuentro de regionalismos que fusionaron tanta identidad.
Desde entonces somos plurales. Desde entonces forjamos una cultura enriquecida por tantos trazos humanos.
Y sobre esta simiente se constituirá la definitiva fortaleza de nuestros rasgos identitarios con el aporte del inmigrante que llegó a estos lares cuando el hambre y la desolación acechaban en las comarcas de Europa. Fue entonces que Argentina abrió su corazón de trigo y Villa María le dio la bienvenida.
Nuevas lenguas, nueva semilla, nuevos aires para un pueblo nuevo que en este pródigo lugar del universo sintetizaba las bondades de un vergel. Entonces emergió la aldea que a orillas del Tercero despertaba cada mañana mirando hacia el futuro, donde estaban los anhelos de tantos hombres y mujeres que aquí llegaron desde un origen que buscaba sueños. Ellos dejaron a través de los años el sudor de su esfuerzo, cada esperanza, pequeños logros, vidas transcurridas y la proyección de sus hijos.
Siempre fuimos una sociedad joven y lo seguimos siendo. Porque jamás un pueblo envejece cuando día a día supera contingencias, se realiza colectivamente, mira hacia adelante sin olvidar sus costados y siente orgullo de su historia.
Siempre una comunidad es vital cuando las generaciones se suceden en el compromiso ciudadano. Esta renovación de aires, oxigenación de edades, es lo que a Villa María le consolidó la autoestima en estos últimos años.
Hace un siglo fuimos ciudad sin dejar de ser pueblo. Y lo fuimos porque nuestro progreso comunitario así lo determinaba. Somos ciudad por la piel urbana y pueblo somos en el murmullo de las calles y en las entrañas de cada barriada.
Villa María es un faro que irradia su luz hacia todos los confines de la tierra. Por su vida buena, por su buena gente y porque aquí siempre es posible la resurrección de la alegría.
Seguiremos forjando destinos bajo este cielo cordobés, donde resplandece la Esmeralda del Ctalamochita.