El director del Centro Filológico de la UNVM Alfredo Fraschini tuvo como profesor al autor de “El Aleph”. Fue en la UBA del año 1961, en la cátedra de Literatura inglesa y norteamericana. Apasionado por las letras clásicas y el tango, el doctor rememoró aquellas clases y, a 30 años de la muerte de Borges, se refirió a la obra de un escritor ineludible
Algunos dirán “suerte” y otros “azar”. Pero la palabra justa quizás sea “privilegio”. Y si no, ¿cómo explicar ese capricho del destino que hizo coincidir a un veinteañero Alfredo Fraschini con aquel docente maduro de la UBA al que todos querían tener de profesor? ¿Y cómo explicar que el estudiante devenido doctor esté dando clases, 55 años después, en la remota Villa María y me conceda esta entrevista? ¿O es que todo es parte de la misma trama y, tirando desde sus hilos, se pueden mover hasta la última estrellas? ¿Acaso existe alguna trama que de una u otra manera no involucre a todo el universo? Por eso es que, al hablar con Fraschini en esta tarde, yo mismo tengo (también) el “privilegio” de tomar parte (una parte absolutamente insignificante) en la vida de Borges, de ser uno de los miles de millones de actores de reparto que aparecen como una marea humana tras la palabra “fin” en la película de su existencia. Y por cierto que también lo serán ustedes, los lectores de este artículo que tal vez le cuenten a un conocido “che ¿sabés que leí lo que dijo ese alumno de Borges?”. Esa multiplicación es un fabuloso misterio ontológico. Acaso el más “espiritual” que se esconde tras la palabra “fama”. Y es, a la vez, la única forma de inmortalidad que conoce el mundo de la materia. Ese mundo en el que Borges ya no podrá morir jamás y su destino no será otro que el de multiplicarse en otros; renacer cada día en un nuevo lector o en alguien que lo cita y lo admira, en el próximo derrotero humano que, por azar o necesidad, se haya cruzado con su trama.
Leer para existir
-La primera pregunta, Alfredo ¿Borges ya era “Borges” en el ´61?
-Sí, claro que lo era. Pero aunque todos lo sabíamos, creo que no lo dimensionábamos del todo. Sin embargo, cada vez que terminaban sus clases, se le acercaban algunos alumnos y tenían charlas más privadas con él. Yo estuve varias veces en esa “mesa chica” donde siempre había una compañera llamada María Kodama…
-Me imagino que Borges no le miraba la minifalda ¿no?
-¡No, claro! (risas) Él dice que perdió la vista en el ´55 pero en el ´61 doy fe que miraba el reloj. Se lo ponía cerca del ojo y sabía cuándo era la hora. Pero leer, no leía nada. Citaba muchísimo de memoria y tenía una secretaria muy aristocrática. Y Borges le decía: “María Eugenia ¿recuerda aquel poema de William Wordsworth?” Y lo empezaba en inglés y ella lo continuaba con el libro. Lo curioso era que Borges no traducía nada. Eso nos obligaba a nosotros a buscar los textos en español, cosa que hace 55 años no era nada fácil.
-¿Y de esos tiempos datan sus lecturas de Borges?
-No. Curiosamente empiezan bastante después; en el año ´76 y a raíz de un accidente que tuve. Hasta ese entonces, de Borges me había interesado su sabiduría o lo que nos daba para leer en clases que eran cosas muy divertidas: “El libro de la selva” de Kipling, los cuentos de Edgar Allan Poe o los relatos de Stevenson. Como yo era muy hincha de Horacio Quiroga y Cortázar, los cuentos de Borges me parecían muy rebuscados. Pero a raíz de ese accidente estuve muchos meses internado, mi señora me regaló sus obras y ahí lo descubrí.
-¿Qué significó para usted ese descubrimiento?
-Me abrió el camino para lo que hoy es casi mi especialidad, que es la literatura comparada. Cuando vos leés a Borges, leés detrás a Cervantes, a Quevedo, a Virgilio, a Horacio, a Heráclito, a Lugones, a Platón, a Schopenhauer, a Milton, a Shakespeare, a Dante, a Keats… Es decir que leés al trasluz de su palabra a muchos de los mejores escritores de Occidente. Nosotros los profesores tenemos un problema, y es que a la hora de escribir las lecturas se nos notan. Y hay que ser un genio como Borges para que, con tantas lecturas, se note ante todo tu propia voz.
-¿Borges reinventa el concepto de “lector”?
– Totalmente. Después de leer a Borges, el acto de leer ya no es lo mismo. La densidad de su obra es tan grande, tiene tantas infinitas conexiones, que te obliga a seguir buscando. Y de ese modo, cada uno de sus textos parece inagotable, como en su metáfora de El libro de arena. Borges siempre decía “yo no soy un gran escritor pero soy un excelente lector”. Y creo que él nos anima a todos a esa segunda posibilidad.
-En tanto escritor, Borges no tuvo complejos en recurrir a las fuentes clásicas ¿Era consciente de estar haciéndolo desde un “suburbio de Occidente” llamado Argentina?
-¡Claro! Y en ese “ser consciente” radica la genialidad tanto de Borges como de Marechal, que era contemporáneo suyo. Vos fijate que en los dos se produce una jerarquización de la literatura argentina a través de Homero y de Virgilio. Y por eso es que, tanto el “Adán Buenosayres” como “Funes el Memorioso” o el “Hombre de la esquina rosada” se vuelven arquetipos universales. Pero ojo que ambos tienen un antecedente y se llama Leopoldo Lugones.
-¿Lugones es una bisagra en la obra de Borges?
-No sólo en la obra de Borges sino en la literatura argentina toda. Cuando el país celebra el centenario, Lugones escribe mucho y se pregunta quiénes somos y de dónde venimos. Y de algún modo lo explica en el “Prometeo” y en las “Piedras Liminares”. Y lo hace a través de una universalidad clásica que nos toca a los argentinos y que aún perdura en nosotros. Por cierto que Borges sentía una admiración cercana al misticismo por Lugones. Imaginate que él siempre decía que no ponía libros de su autoría en su biblioteca porque no se consideraba “digno” de estar al lado de Virgilio y de Lugones… ¡Mirá a la altura que lo ponía!
-Hay muchas coincidencias en la vida y obra de Lugones y de Borges ¿no es así?
-Muchísimas. Pero quizás la más curiosa o decisiva sea la que atañe al idioma. Porque Lugones crea un lenguaje argentino que no es gauchesco sino universal. Y lo hace siguiendo a Rubén Darío y el modernismo. Pero Lugones comprende luego que ese lenguaje es artificioso, que son “oropeles” como le gustaba decir; y vuelve a una poesía mucho más sencilla. Y a Borges le pasó lo mismo.
-Y lo reconoció en varios reportajes…
-Sí, el haber empezado por una poesía y una prosa barroca como herencia del ultraísmo y haberse vuelto con el tiempo mucho más sencillo, casi oral. Mucho influyó, por cierto, su ceguera. Pero en ambos casos hubo una enorme renovación del lenguaje y de toda la literatura argentina.
La secta del cuchillo y del coraje
-¿Por qué ese interés de Borges por las historias de cuchilleros?
-Porque él interpretaba que esas historias eran tan dignas de ser contadas como la épica homérica. Él eleva a la categoría mítica a personajes anónimos del arrabal. Y en ese arte, Borges no tiene parangón.
-¿Qué me puede decir, entonces, de Borges y el tango?
-Que curiosamente y a pesar de los poemas que musicalizó Jairo, a Borges no le interesaba el tango tal como hoy lo conocemos. A Gardel y los cantantes que vinieron después, Borges los consideraba sentimentales y afectados. A él sólo le interesaba el tango primitivo, esas milongas que más que orilleras eran rurales, algo más cercano a la payada como en tiempos del Martín Fierro.
-Ya que nombró al “Zorzal”, le pregunto qué ausencia le duele más a la Argentina; si los 30 años sin Borges o los 81 sin Gardel…
-A mí me duelen las dos. La diferencia es que la muerte de Borges no interrumpe una obra que estaba prácticamente completa. Pero la muerte de Gardel sí interrumpe un camino importantísimo que había abierto el tango en el mundo. Fueron dos pérdidas irreparables para nuestra cultura; dos artistas irrepetibles e inimitables que cambiaron para siempre el modo de producir la música y la literatura de un país. Y ambos llevaron a la Argentina a una universalidad que no volvió a repetirse después.
Iván Wielikosielek
Fervor universal de una esquina rosada
Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899. Viajó a Europa en 1914 con su familia y, a causa de la guerra, se instala en Suiza, donde cursa el bachillerato. De regreso a la Argentina inicia su carrera literaria con la publicación de sus tres primeros poemarios: “Fervor de Buenos Aires” (1923), “Luna de enfrente” (1925) y “Cuaderno San Martín” (1929). Colabora con las revistas “Sur”, “Martín Fierro”, “Crítica” y “El Hogar” y se conoce con un joven Adolfo Bioy Casares, con quien mantendría una estrecha amistad hasta el fin de sus días. En los 30 llegan sus ensayos “Evaristo Carriego” (1930), “Discusión” (1932) e “Historia de la eternidad” (1936) pero también su primer libro de cuentos; “Historia universal de la infamia” (1935). En los 40 depurará el relato hasta la maestría con “Ficciones” (1944) y “El Aleph” (1949). En 1955 es nombrado director de la Biblioteca Nacional, cargo que ocupará hasta su retiro en 1973. En 1980 obtiene el Premio Cervantes, el más importante para los escritores en lengua española. Y a pesar de ser candidateado de manera crónica, jamás le concederán el Nobel.
Sus últimos años de vida verán los que acaso sean sus más bellos poemarios: “La cifra” (1981) y “Los conjurados” (1985). El 26 de abril de 1986 se casa con su secretaria María Kodama y el 14 de junio de ese año muere en Ginebra, donde yacen sus restos en el cementerio de Plainpalais. Su lápida es una piedra con siete guerreros y la inscripción anglosajona “And ne forhtedon na” (“que no temieran”). ¿A la noche? ¿A la muerte? ¿A la eternidad? Que esa frase extranjera sirva de epígrafe para un poema suyo nunca escrito, y que cada lector lo complete en su interior como a un sueño compartido.
Límites
Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar
Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos
Hay un espejo que me ha visto por última vez
Hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
Hay alguno que ya nunca abriré
Este verano cumpliré cincuenta años;
La muerte me desgasta, incesante.