Escribe: Miguel Julio Rodríguez Villafañe (*)
ESPECIAL PARA EL DIARIO
La libertad de expresión implica también el derecho al silencio, que es algo más que el derecho a no expresarse. Hay que superar la cultura del ruido, que rompe los diálogos con otros y con uno mismo.
Hay que saber navegar sobre el ruido, tratar de superarlo y no caer al mismo de manera autista, ya que se vive una verdadera cultura del aturdimiento.
En especial dirigida a los jóvenes, a los que se les dan pautas mediáticas que buscan aislarlos y descolocarlos, en sí mismos y con los demás. Se los acostumbra a manejarse con música o sonidos reproducidos con muy altos volúmenes que los llegan a aislar de la realidad.
Ello facilitado ahora por las nuevas tecnologías, que permiten el aturdimiento personal, cotidiano e ininterrumpido, a través de diferentes reproductores de sonidos y con opciones de gran almacenamiento de contenidos que ayudan a llevar grabadas y personalizadas muchas horas de música y poder reproducirlas con gran autonomía.
A esto se suman los aparatos de música, en diversos lugares y en los autos con parlantes especiales, algunos de los cuales se equipan de una manera que parece que el vehículo avanza más por las vibraciones sonoras de los parlantes que por el empuje del motor.
Asimismo, se nos va acostumbrando a considerar que lo central, para vivir y estar acompañado, radica en tener aparatos prendidos y con volumen en distintos ambientes y momentos. Esto último, omitiendo a veces el respeto a los demás.
¿Cuántas veces se está disfrutando del ruido del mar en la playa y vienen otros al lado y ponen la radio o el reproductor musical al máximo volumen?
Por el sonido ensordecedor, prácticamente no se puede hablar en las fiestas o en determinados bares.
A lo que se debe agregar que, casi con automatismo, en oficinas y hogares la música está siempre prendida, en muchas ocasiones con demasiada fuerza. Incluso, muchos no pueden ni dormir si no tienen algún aparato emitiendo sonidos.
No se trata de afirmar que oír música sea malo, muy por el contrario, pero se tiene que educar el sentido de la audición, ya que ello es parte del aprestamiento para una vida digna.
Tan es así, que se ha demostrado lo bien que les hace a los bebés escuchar buena música clásica cuando están en el vientre materno.
Pero como todo sentido, debe educárselo para interactuar armoniosamente con el resto de la dinámica de lo humano y no debe servir de excusa para escapar a la realidad.
Evidentemente, la perturbación sonora perjudica los espacios de construcción interior de cada uno, si se transforma en una adicción psicológica.
Las personas necesitan poder contar con momentos de paz silenciosa, imprescindibles para colaborar con la comunicación hacia adentro.
Sin el silencio no hay posibilidad de una reflexión adecuada, a los fines de poder elaborar el juicio crítico.
En el aturdimiento no hay participación consciente y positiva en la dinámica democrática ni posibilidad de trabajar ideas e interactuarlas ni espacios para abrirse a la meditación interior.
Los momentos de silencio son esenciales para establecer el diálogo interno y permitir la reflexión personal de lo que se recibe como información u opinión.
También está el necesario silencio de escuchar al otro o a los otros.
El silencio hace a un aspecto central de la libertad de expresión.
No se trata del silencio del aislacionismo, sino del silencio como presupuesto de la construcción interior y personal porque sin él no puede haber comunicación integral, sentido de trascendencia ni participación ciudadana con valor agregado.
Silencio que construye democracia
Además, es fundamental el derecho al silencio para la eficaz vigencia de un sistema democrático, porque constituye la manera de evitar la manipulación de las personas y de los pueblos y permite construir una opinión pública saludable, no inducida por mecanismos irreflexivos.
Si se deja que mande el ruido se mata la interacción entre los hombres y mujeres y se profundiza el abismo hacia adentro de cada uno.
Asimismo, el aturdimiento y sus efectos de desconexión, muchas veces, de manera patológica, se busca potenciarlo con la droga y el alcohol.
Los diálogos que construyen la historia compartida y nos contienen en el abrazo de humanidad necesitan oídos dispuestos a escuchar y espíritus preparados para meditar lo vivido y participar, conscientemente, en la construcción del bien común.
Todo ello sin contar los problemas de hipoacusia que se están generando por la contaminación auditiva a la que nos vamos acostumbrando.
Todo lo que quita la posibilidad de la escucha sutil y edificante espiritualmente, desde el sonido del canto de un pájaro al susurro del viento en un campo de trigo.
Hay que trabajar entonces para superar la lógica cultural del aislacionismo, del aturdimiento que embota los sentidos, para poder construir personas y comunidades que interactúen enriqueciéndose con el aporte de todos y cada uno.
Se tiene que evitar que terminemos siendo una yuxtaposición autista de seres que no saben nada de los demás y han cortado la comunicación consigo mismos. Nos lo debemos a nosotros y a las futuras generaciones.
A su vez, comunicados y con los silencios necesarios para escucharnos y escuchar, se logra construir una democracia sana, plural y participativa, entre todos.
(*) Abogado constitucionalista, especialista en Derecho de la Información y periodista