Sucio como las cuentas de Macri en Panamá. Así es el Ganges, uno de los ríos más famosos del mundo, que se extiende desde la zona del Himalaya hasta desembocar en el golfo de Bengala, recorriendo en su viaje más de 2.500 kilómetros de territorio de la India. Ese país al que Colón estaba seguro de haber arribado, hasta que vio que los nativos andaban con camisetas de Daddy Yankee y Jennifer Lopez.
Sin embargo, lo que torna tan especial al afluente no son los altos niveles de contaminación, sino su carácter sagrado. Un título que se ganó hace varios milenios atrás, cuando el dios Shiva lo creó lanzándolo desde los cielos, para delirio de la concurrencia. “¡Idolo!, ahora hacete el del cortar a la secretaria al medio”, le gritaban desde la tribuna, confundiéndolo con el mago del Circo Orlando Orfei.
Ese atributo sacro del Ganges es el que hace que cada día cientos de miles de personas se sumerjan en sus aguas buscando la purificación del alma y en muchos casos la redención de los pecados, siendo el engaño, la hipocresía y la falta de escrúpulos los más difíciles de lavar. A Fantino, por ejemplo, le hicieron tragar además lavandina y ácido sulfúrico, pero no hubo forma.
En ciudades como Varanasi, por ejemplo, la postal de tantas personas henchidas de fe arrojándose al agua, en desfile de creencias, etnias y apariencias, corporiza un espectáculo antropológico inigualable. Menos atractivo resulta el paso de los cadáveres a medio quemar, cuyos familiares lanzan en ritual crematorio que deja muy, pero muy mal parados a nuestros aburridísimos velorios criollos. “Más lindo sería con vacas, estatuas de Ganesha y dengue”, aconseja un hindú muy tradicionalista.