Desde 1994, María de las Mercedes Zabala coordina el sector para ciegos de la Biblioteca Mariano Moreno. Con 50 años recién cumplidos, “Bambina” relató su historia de vida; la pérdida de visión a los 15, la maternidad a los 24 y su trabajo en Braille de dos décadas. “Si hay una razón por lo que quisiera volver a ver, es para conocer el rostro de mi hijo”
Como una novelista de mediados del siglo veinte, “Bambina” me espera en su oficina de la Medioteca con su máquina de escribir. Sólo que no se trata de una “Remington” de 45 teclas con letras, números y signos. Por el contrario, la máquina de “Bambina” se llama “Perkins” y es mucho más sencilla. Sólo consta de seis llaves ciegas separadas entre sí por una barra espaciadora. Casi como un pequeño piano gris diseñado para producir sonidos igualmente grises.
En cuanto al formato, hay que decir que la “Perkins” está mucho más cerca de una máquina de hacer fideos que de una Olivetti. Y que incluso de su carro sale, como “la pasta”, un duro papel alargado y angosto. Igual que en una tiquetera del súper. El papel, hay que decirlo, no tiene grabada letra alguna. Tan sólo constelaciones alineadas de puntos perforados. Agujeros milimétricos que al tacto de “Bambina” se vuelven, una vez más, el milagro de la escritura.
“¿Ves? Acá escribí ‘Hola’ junto con tu nombre ¿Te das cuenta? Este puntito es la letra mayúscula. Tocalo”. Hago la prueba y me doy cuenta con una angustia inédita que mi tacto es absolutamente inútil. Acaso, me digo, hoy sea el primer día de mi vida en que he sido de verdad ciego; al comprobar que no puedo leer sin ayuda de mis ojos. Pero tras acusar recibo de este nuevo sentimiento, la sonrisa de Bambina viene en mi auxilio.
“Mejor que no lo pudiste leer porque a lo mejor lo escribí mal… Tu nombre era con ve corta ¿no?” Le digo que sí, que lo escribió bien. “¡Menos mal que todavía tengo buena ortografía!”, dice Bambina y se vuelve a reír abrazada a la Perkins, ese artefacto en donde yo me llamo como una sucesión de puntos, agujeros milimétricos que al igual que las estrellas perforan la noche.
Lo esencial es visible al tacto y al oído
–Esta entrevista es por tu cumpleaños número 50, y la primera pregunta es cuánto tiempo llevás en la biblioteca.
-Desde el ’94, cuando se inició el sector para ciegos. Yo estoy desde las primeras reuniones y vine para ayudar. Había muchos que no estaban alfabetizados en Braille y como yo sabía leer y escribir, la idea era enseñarles.
–¿Cómo era esa población de no videntes?
-La mayoría eran adultos mayores y muchos se habían quedado ciegos por la diabetes. La misma enfermedad les había hecho perder el tacto y ese era un problema. Pero también había chicos. Les enseñaba a atarse los cordnes y ahora son hombres que me saludan por la calle. Ellos aprendieron algo de Braille. Pero lo que más hacíamos era escuchar libros parlantes y comentarlos después. Era un lugar de encuentro muy hermoso.
–¿Y los talleres?
-Fue Anabella quien los armó. La idea era buscar una salida laboral para los no videntes, así que fabricábamos escobas y escobillones. Como en ese tiempo no teníamos ningún lugar específico, a partir de esa experiencia se creó el Centro Municipal Enrique Elissalde, que está en el bulevar Sarmiento.
–Hablaste de libros parlantes ¿mejoró la oferta de lectura para ciegos con Internet?
-¡Muchísimo! Antes había muy pocos títulos de libros, pero ahora hay de lo que busqués. Y Luis (Cechini), mi compañero de sector, me baja títulos todo el tiempo. Con decirte que a veces los escucho por el teléfono. Sin embargo lo que más me gusta es leer en Braille, sola y en silencio. La experiencia del papel no tiene comparación con nada. Es lo mismo que les pasa a ustedes los videntes. No es lo mismo leer que escuchar. Hoy, por ejemplo, terminé la “La ladrona de libros”. Me quedé hasta las 4 de la mañana en la cama…
-¿Qué libros en Braille hay en la biblioteca?
-Un montón. “El Quijote”, “La Biblia, “Rayuela”, “El juguete rabioso”, “El viejo y el mar”, “Nueve lunas”, “Como agua para chocolate”… También hay cientos de libros en audio. Hoy no tenés excusas para decir que no podés leer y estudiar siendo ciego.
–¿Cómo consiguieron tantos títulos?
-Porque la biblioteca tuvo una impresora Braille y pudo imprimir muchos. Pero también se compraron varias partidas a España. Cuando yo hice el secundario, no había nada. Iba con el grabador y la pizarra al curso y agradecé si había algo en la biblioteca. Pero ahora hay libros en Braille por todos lados porque las computadoras te traducen y lo imprimen.
–A pesar de verte siempre en la biblioteca, nunca supe tu historia con la ceguera ¿Vos naciste no vidente, Bambina?
-No, yo nací viendo. Sólo que de chica era corta de vista y usaba anteojos. Pero un día, siendo adolescente, nos tirábamos con almohadones y muñecos con mis hermanos. Y justo me pegan en el ojo con un muñeco de alambre. Se me perdió todo el líquido óptico y a ese ojo lo perdí inmediatamente. Lo peor fue que parte del líquido se me alojó detrás de la retina del otro y lo fui perdiendo también. Nunca me pudieron sacar el líquido por la ubicación.
–¿Y qué decían tus hermanos?
-Mi hermano Tomasito, que era el que me protegía siempre, cuando me estaba quedando sin vista me dijo: “Bambina, si me muero antes que vos te dono mis ojos”. Tenía unos ojazos azules que nunca se me fueron de la memoria. Y mirá vos lo que son las cosas, al poco tiempo que me dijo eso se murió en un accidente a los 22 años. Esa muerte me dolió infinitamente más que haber perdido la vista.
–¿Cuándo fue la última que pudiste ver?
-Alcancé a verme hasta la fiesta de 15 y a la semana siguiente ya no vi más. Me acuerdo que me levanté para ir a la escuela, busqué la puerta y no la encontré. Tuve que hacer marcha atrás y empezar todo de nuevo. Lloré mucho porque tuve que dejar la secundaria y rehabilitarme. Así que aprendí Braille y después orientación en movilidad con Patricia Pastor. Después hice psicomotrocidad y seguí con otra profe para ciegos, que era Mónica Marcatto. Patricia me hacía correr entre los árboles para que se me fuera el miedo.
–¿Cómo fue tu vida a partir de la rehabilitación?
-Muy buena, porque a mí la ceguera no me impidió hacer lo que quería. Yo iba a todos lados sola, salía a bailar con mis amigas y una vez hasta me fui a Mar del Plata con una mochila y el bastón. Cada vez que mi abuelo me veía en la calle, me decía “¿qué hacés acá, bambina, fillia mía?” Y me cruzaba. De ahí me quedó el sobrenombre. Después me casé, tuve un hijo, conseguí este trabajo, me hice cargo de mi casa, me separé y ahora la cuido a mi mamá que tiene 84 años. Siempre digo que Dios nunca tuvo culpa de lo que me pasó, que fue parte del destino. Pero no me puedo quejar porque yo puedo disfrutar de la vida, hablar con mi mamá o con mi hijo, puedo enamorarme. En cambio mi hermano no pudo.
–¿Te costó mucho la maternidad?
-No, porque antes yo cuidaba a mis sobrinos, les hacía la leche, les cambiaba los pañales… Siempre fui muy independiente. Y la rehabilitación me ayudó muchísimo. Jamás me quemé haciéndole la mamadera al Lucas. Un día él estaba jugando con unos amigos en el patio de casa y en un momento les grité “¡No se suban al laurel que se van a caer!” Y los otros nenes le decían “¿y cómo sabe tu mamá que estamos arriba del árbol si no ve?” Y el Lucas le decía: “Es como si ella me viera cuando me puede pasar algo”.
–¿Desarrollaste el oído?
-No sólo el oído sino también el olfato y también otro tipo de percepción. Muchas veces mis amigas me dicen “sos bruja”, porque con sólo escuchar a una persona la puedo radiografiar. Y muchas veces acierto a la hora de pronosticar cosas de esa persona, basándome en pequeños detalles que los demás quizás no reparan.
–Dame un ejemplo…
-Por ejemplo, alguien me dice “esa chica es hermosa”. Pero yo la escucho hablar y me parece horrible o que es mala. Y viceversa. Hay gente cuya voz o entonación es súper dulce, que tiene un ángel a pesar de no ser físicamente hermosa. Le presto mucha atención a los gestos de las personas. Y si alguien me habla mal de un viejo, hay algo que se corta en mí. No lo puedo soportar, así me digan que esa persona es un amor.
–¿Guardás en tu memoria las formas y colores?
-Sí. Pero te quiero decir que es muy distinto nacer ciego que quedarte ciego después, porque el registro de las cosas se te queda grabado de una manera muy intensa. Yo me acuerdo de las caras de mi hermano y de mi mamá como si las estuviera viendo ahora. Y cuando recuerdo un color, me viene con tanta fuerza que lo sueño. Y el sueño es tan poderoso que me quema.
–¿De qué otras cosas te acordás?
-Recuerdo los días de sol y los días nublados, la noche estrellada y todas las lunas. Si alguien me dice “hay una luna preciosa” me la puedo imaginar al instante. O si me dicen “me quiero comprar un pañuelo rosa con lunares blancos” lo veo en el acto. Y esas son cosas que un ciego de nacimiento no puede entender. Ellos se guían por las formas y las texturas. Una vez un ciego de nacimiento me preguntó cómo era el color rojo. Le dije como el tomate, pero no sirvió.
–Sos una persona “famosa” en la ciudad ¿Eso te ayuda?
-¡Muchísimo! La gente que me ve, siempre se ofrece a cruzarme la calle. Me siento muy cuidada en Villa María. A veces hasta me agarran de los dos brazos para cruzarme, como si fuera una nena… (risas) Y a los ciegos no nos tienen que agarrar, somos nosotros los que tenemos que agarrar del brazo a las personas. Pero voy a todos lados con el bastón, que es parte de mi vida y de mi cuerpo.
–¿Cómo es un día de tu vida?
-Me levanto a las 5 de la mañana y hago cosas en mi casa. Me tiendo la cama, guardo ropa, repaso el baño y después tomo mate con mi mamá. Eso no tiene precio para mí. Después me tomo el colectivo, vengo al trabajo y a la vuelta cocino. Me encanta hacer tortas y pastas caseras…
–¿Qué significa para vos trabajar en la Biblioteca Mariano Moreno?
-Es un privilegio muy grande porque es un lugar cálido y tranquilo. Acá adentro somos una familia porque pasamos mucho tiempo juntos. Ya voy para los 23 años y muchos compañeros se jubilaron, pero nos seguimos encontrando. Esta es mi casa.
–¿Soñás con recuperar la vista algún día?
-Una vez Miguel Clariá me hizo una nota porque habían salido unos chips en Israel y se implantaban para volver a ver. Y me preguntó si yo estaría dispuesta a someterme a una operación. Y le dije que no, que probaran con otro (risas) Me acostumbré a ver de una forma tan diferente, que a veces pienso que si me devolvieran la vista perdería mi modo de percibir la realidad; que tendría que empezar todo de nuevo. Ya me acostumbré a vivir en este mundo y para mí no es complicado. Si hay una razón por la que quisiera volver a ver, es para conocer la cara de mi hijo. Pero él me da un abrazo y yo siento que lo veo. Como si mi hermano me hubiera dado sus ojos y me dijera ¿viste qué hermoso que es el Lucas?
Iván Wielikosielek
Fe de erratas
Por un error involuntario, el nombre correcto de doña «Chola» es Josefa Barison de Piacenza y no «Chola» Ciencia, como salió publicado en la nota Los personales de Molina Campos…, el domingo pasado.