Por el Peregrino Impertinente
La guerra nunca trae cosas buenas. Tampoco la televisión, y sin embargo no son pocas las personas que todas las noches la prenden para verle la cara de “Qué clara que la tengo aunque en la profundidad de mi ser se que soy alto atún” de Suar, o la de “Merezco que me inflen a bollos y que me viole repetidamente un grupo de bailarines cubanos” del colorado Liberman.
La guerra nunca trae cosas buenas, decíamos, incluso cuando esa guerra se haya denominado “Fría”. Ahí está Berlín para prestar testimonio. Uno de los más dramáticos y explícitos sobrevive en lo que ayer se conocía como checkpoint Charlie. El paso fronterizo más famoso del período que enfrentó a estadounidenses y soviéticos, y que en la capital alemana marcaba uno de los límites principales entre la Alemania Democrática y comunista y la Alemania Federal y capitalista. Un guiso del que los pibes de hoy nada saben, demasiado ocupados en ponerle “Me gusta” a fotos en la que el amigo está indistintamente acariciando al perro, jugando al dominó con el hermano o apaleando negros.
Emblema del Muro de Berlín, checkpoint Charlie funcionó entre los años 1945 y 1990, siempre bajo administración estadounidense y nunca bajo administración guatemalteca, curiosamente. Punto caliente de la frontera, la tenebrosa casilla fue testigo de huidas cinematográficas y exitosas, y también de fracasos estrepitosos en el intento por cruzar, que acababan no con una nota en el cuaderno de comunicaciones del rebelde, sino más bien en un festival de balas al cráneo. Lindo para que el nene deje de ver “La Era de Hielo 14”, escuche la historia y madure. O se haga asesino a sueldo, qué más da.
Hoy, en el sitio donde estaba checkpoint Charlie, el viajero puede tomarse fotos con la réplica exacta de la casilla, y visitar el museo alegórico. Eso siempre y cuando no haya fútbol a la misma hora, que una cosa es gozar de conciencia histórica y otra no tener alma.