Eduardo Marzolla tiene 75 años. Eduardo Marzolla, el músico; Eduardo Marzolla, el profesor; Eduardo Marzolla, el luthier. Nos recibe en su casa de barrio Parque con un fuerte y cálido apretón de manos. Y apenas trasponemos el umbral de la puerta de entrada, nos empieza a hablar del puente de un violín, puente hecho por un luthier puntano, puente que él guardó cuando llegó a sus manos y ahora servirá para sanar y mejorar otro instrumento que lo necesita. Hay pasión en sus palabras, hay ternura en sus manos cuando toma el instrumento, hay chispa en su sonrisa cuando cuenta lo que cuenta sobre el puente del violín
“¿Por qué me quieren entrevistar a mí? Normalmente, a la gente, un tiempo después de que se jubila nadie le quiere preguntar nada”, Marzolla, el jubilado, deja caer su sorpresa sobre la mesa redonda, vidriada. Y debajo del vidrio pueden verse muchas fotos, con amigos, muchos amigos, cosechados a lo largo de los años.
No le cuesta hablar. Y como queremos escuchar, comienza a andar su historia desde la niñez, allá donde somos barro y cada cosa que nos toca nos modela y nos convierte en lo que somos.
“Cuando era chico vivíamos en la calle La Rioja al 1300. Era una vieja casona de esas grandes. Ahí vivía con mis padres; en otra habitación un hermano de mi padre y en otra, otro hermano; inseparables los tres. Uno de ellos era carpintero, muy bueno. Al frente de mi casa vivía Alberto Lepage, un gran violinista, quien además, arreglaba pianos. Y mi tío el carpintero le hacía algunos trabajos, muebles para los pianos. Yo pasaba largos ratos en el taller de mi tío y me fabricaba algunos juguetes. Estaba familiarizado con las máquinas. Habré tenido en ese entonces unos 12 años. Un día Lepage se cruzó a mi casa, para hablar con mi tío. Yo estaba tocando una pequeña armónica que me había regalado mi padre, que había sido también violinista, pero cuando tuvo familia, las urgencias económicas lo llevaron a trabajar en la fábrica de fideos Bonadero, donde conoció a mi madre. Bueno, yo estaba ahí con la armónica. Lepage me escuchó tocar y me preguntó si quería estudiar violín. Imagino que debo haber puesto cara de desconcertado. Le preguntó a mi padre si le gustaría que él me enseñara violín. Mi padre le dijo que no podía pagarle las clases y Lepage le dijo que no le cobraba, que me veía condiciones. Desde aquellos años, nunca abandoné el violín ni él me abandonó a mí”.
Claro, quien toca un instrumento musical, jamás está solo. Por eso Eduardo Marzolla guiñaba un ojo cuando hablaba de los jubilados a los que nadie les pregunta nada y afirmaba que la soledad no es un problema para él.
“Cuando estuve maduro para tocar, Lepage me mandó a tocar con la orquesta de Deonildo Piñero; tangos. Y en esa orquesta tocaba Miguel Angel “el Zurdo” López, un gran bandoneonista. Después se dedicó al fútbol. Y además de tocar en la orquesta tangos, pronto Lepage me llevó a mí, y a otros más, muy jovencitos, a la orquesta de la Biblioteca Bernardino Rivadavia; un verdadero lujo para la ciudad y la provincia, aquella orquesta estaba dirigida por Heber Dhill. Muchos de los músicos de esa orquesta luego fueron a la sinfónica de Córdoba o a Buenos Aires”.
En esos años de juventud, Eduardo Marzolla, aparte de tocar el violín, trabajaba de empleado en otros menesteres para ganarse el pan, porque la música apenas daba algunos dineros que no alcanzaban a llenar la cartera. Pero, ya por entonces su espíritu inquieto, que mantiene hasta hoy, le pedía más.
“Yo por aquella época estudiaba para ser Perito Mercantil en el Comercial, en la nocturna y trabajaba de empleado en distintos lugares. Y después de hacer el servicio militar, junté a algunos desahuciados como yo, que no podíamos ir a estudiar una carrera y fuimos a hablarlo a Antonio Sobral. Yo lo conocía porque tocaba en la orquesta. Le explicamos nuestra situación y le propusimos que creara el profesorado en Ciencias Económicas. Sobral era un visionario, un hombre fuera de serie, con una gran formación, con ideas muy avanzadas; con un gran sentido político y con un habilidad notable para bajar a la tierra y a lo concreto las ideas. Y además, muy ejecutivo. Nos dijo que trajéramos 40 inscriptos y al año siguiente él abría la carrera. Salí a convencer gente y llevamos 41. Se abrió la carrera. Nos recibimos ocho”.
Aquel momento fue crucial en su vida. Eduardo Marzolla se vio a sí mismo a las puertas de un camino nuevo, un camino que, sabía, quería desandar, porque lo sentía absolutamente suyo.
“En 1972 decidí dedicarme de lleno a la educación. Tenía algunas horitas, pero todavía trabajaba de empleado. Recuerdo que me llamaron de la fábrica Nossovich, porque me había recomendado como una persona de confianza, más allá de mis capacidades, y me ofrecieron un buen dinero como administrativo. Pero yo sentía que me gustaba la docencia. Había descubierto dictando clases como practicante un lugar en la vida, un lugar en el mundo, ahí, en el aula. Conversando el tema con mi mujer, me dijo que hiciera lo que deseara, que si iba a trabajar en algo que no quería, sólo por el dinero, más tarde o más temprano, iba a ser infeliz, no iba estar a gusto. Entonces fui a hablar con la señora Repetto, y me dijo que estaba loco. Pero finalmente me armaron un paquete con horas, como para tener un sueldo y comencé a trabajar en la Víctor Mercante. Ahí nació otra vida para mí. Sentía que en la docencia había la oportunidad de hacer algo por alguien; de aportarle sentido crítico a la vida de los estudiantes; de hacer un aporte, porque, hasta hace algunos años, había tres enfermedades incurables: el cáncer, el SIDA y la estupidez. Bueno, con los avances de la ciencia, el cáncer y el SIDA, medianamente, se puede manejar. Pero para la estupidez no hay vacuna, la única salud es educar a los chicos con sentido crítico, para que cuestionen, pregunten, indaguen y no se queden con los conceptos ya digeridos”.
Y años después, el camino aquel que había elegido, se volvió carretera.
“En 1980, me ofrecieron la Dirección general de la Escuela. Yo sentía que aquello no era para mí, que a mí me gustaba el aula, pero a la vez, vi aquello como la oportunidad de devolverle al colegio lo que me había dado; porque me había ofrecido un camino. Era una responsabilidad. Y, siempre con las ideas de Sobral en la cabeza, me puse a trabajar y comencé, además, a estudiar Filosofía en la Universidad de Río Cuarto; y así, después que me retiré del colegio, como había hecho maestrías y estudios de filología, terminé mi carrera en la Universidad de Villa María ”.
Marcado a fuego por las ideas pedagógicas de Antonio Sobral, Marzolla siempre apostó a la creatividad y al buen humor para sazonar el a veces arduo proceso de enseñanza-aprendizaje:
“Hace unos años me encontré con un exalumno de la escuela que me dijo que no me iba a perdonar que no había ido a su grado con el aplazómetro, un invento que puse en práctica y que se volvió muy popular. En aquella época, siendo director, solía recorrer la escuela, primaria, secundaria e incluso el jardín, con el violín y con el aplazómetro, que consistía en una cajita vacía de pastillas en las que llevaba dos grupos de monedas, numeradas: un grupo del 0 al 9 y otro del 1 al 3. Y decía que me habían comentado que en ese curso sabían mucho y conocían, supongamos, todos los nombres de las capitales de la provincias argentinas. Hacía pasar a un alumno que era el escribano y le hacía sacar una moneda del grupo de tres y otra del grupo de 10. Supongamos que salía el 1 de un grupo y el 2 de otro, formaba 12. Buscaba el número 12 en el registro, Juan Pérez, y lo hacía pasar al frente. Se divertían mucho. Y se hizo tan popular que al último todos querían pasar. Por alguna razón, no fui aquel día al curso de ese alumno que me encontré la vez pasada y todavía se acordaba”.
El hombre es tanguero y, como tal, sabe y asume que siempre se vuelve al primer amor:
“Cuando ya me había alejado de la Universidad Nacional de Villa María, me había retirado, digamos, algunas circunstancias de la vida, entre ellas una grave enfermedad, me llevaron a Córdoba, donde vive una de mis hijas, que es violista. Allí, ella me convenció de que estudiara Luthiería. Fui a ver a Gustavo Bellido, un reconocido luthier para que me tomara como su aprendiz. Y hasta hoy no he parado de trabajar, reparando y haciendo instrumentos. Así es como, en algún sentido, volví a la calle La Rioja, al taller, al olor de la madera, a la música, que siempre me acompañó”.
Así como en la educación, en su momento, el profesor Marzolla vio la oportunidad de devolver lo que le habían dado; lo que consideraba que Sobral le había dado, también en material musical, el luthier vio esa chance un día y no dudó en tomarla.
Eduardo Marzolla, un hombre agradecido:
“Un día, vino a verme Albertito Lepage, el hijo de mi profesor de violín, que ya no es tan Albertito y que también es músico, para que le hiciera un violín. Bueno, cuando lo estaba haciendo, recordé cuando vivíamos en la calle La Rioja, teníamos una perrita que se llamaba Colita y que mi madre le había sacado a Albertito una foto abrazado con aquella perrita. Una foto pequeña, de esas con los bordes ondulados. Me puse a buscarla en las cajas de fotos hasta que la encontré. Antes de cerrar el violín la pegué adentro y en la parte posterior del instrumento, donde va sujeto el cordal le hice un agujerito para que se pudiera ver por él la foto en el interior. Cuando Albertito vino a retirar el violín lo miró, lo probó y quedó muy conforme. Le dije que mirara por el pequeño orificio, hacia el interior del violín, poniendo el instrumento a la luz. ´¡Ese soy yo!´, exclamó asombrado. No lo podía creer. Cuando me quiso pagar por el violín le dije que no había paga, que era una regalo, una manera de devolverle a su padre las clases de violín que me había dado allá en la calle La Rioja al 1300”.
En el momento en que nos estábamos despidiendo, suena el timbre. Abre la puerta y se asoma para atender en la vereda a una persona con un violín. Seguramente, lo trae para que se lo arregle. Nos vamos con una certeza: en la casa de Eduardo Marzolla, la música seguirá sonando.
Texto: Sergio Stocchero
Fotos: Osvaldo Carballo