Hace 20 años se inició el ciclo lectivo de la escuela construida por villamarienses en la Patagonia. Aquí le contamos la historia de un sueño que se concretó a base de solidaridad
Acompañados por un abogado que representa los intereses del poderoso del lugar, integrantes de las fuerzas de seguridad llegaron a la comunidad mapuche instalada en un valle fértil, para desalojarlos. Hubo fuego, violaciones y una amenaza: “Si mañana están acá, volverá a pasar”.
Esta no es una noticia, sino que es un hecho que ocurrió alla por la década del 30, cuando la comunidad del cacique Nahuel Pan, debió dejar sus tierras ubicadas en cercanías de Esquel para instalarse en la árida montaña, donde la avidez del blanco no los alcanzara.
“Escucho la historia actual -de la represión de mapuches que viven en los terrenos que demanda como suyos algunos empresarios como Luciano Benetton y Joe Lewis- y veo que es lo mismo, que se repite la historia del poderoso contra el pobre, contra el vulnerable que no acepta sumarse al sistema de consumo”, dijo Graciela De Céliz.
Conoce al pueblo mapuche no sólo por estudiarlo, sino por haber compartido una historia de más de 20 años con la comunidad de Sierra Colorada, instalada en la montaña como consecuencia de aquel desalojo de los años 30.
Allí se erige, como símbolo de la fuerza de las convicciones, una escuela que fue construida por villamarienses y que se apresta a celebrar los 20 años de vida.
“En julio de 1989 fuimos a visitar a mi hermana que vive en Trevelin, en la provincia de Chubut”, comenzó diciendo Graciela. Allí, tomaron el primer contacto con la comunidad mapuche de Sierra Colorada, ubicada a 19 kilómetros de esa localidad. “Me llamó la atención que no nos miraran a los ojos. Después entendimos que es así porque somos los blancos, o los huincas, los que los desalojamos, los que los sometemos”, agregó.
El segundo viaje fue con jóvenes, quienes se instalaron con carpas en el lugar. “Nosotros teníamos miedo del choque cultural. Pero ese choque se dio cuando volvieron, porque allá aprendieron que ningún niño ni ningún anciano queda solo, que la palabra tiene valor y que la tierra no es una mercancía sino parte de ellos mismos”, relató.
Fue en enero de 1990. El hielo congelaba la carpa y pensaban lo que debía ser pasar el invierno en las precarias casas del lugar. “Algo tenemos que hacer”, pensaron. Y, como trabajadores sociales que ya habían realizado obras comunitarias, sabían que para ayudar, lo primero que hay que hacer es escuchar. “Pensábamos en un dispensario, pero ellos nos dijeron que necesitaban una escuela. Después llegaría todo lo demás”.
Había sólo un niño con el primario completo, que debió hacerlo con sufrimiento, dado que no quedaba otra que ser analfabeto o estudiar en un albergue de Trevelin, alejado por meses de su familia y su cultura.
Ese pedido puso en marcha un proyecto que podría considerarse imposible: construir una escuela en medio de la montaña.
“Lo primero que hicimos fue plantear la necesidad al gobierno de Chubut, nos dijeron que sí, que era necesario, pero que ellos no tenían fondos para hacerla”, relató Graciela con su esposo Luis Pérez.
Así fue que empezó el largo camino para concretar el sueño. “Primero hablamos con unos arquitectos de Córdoba que habían hecho una tesis interesante y se entusiasmaron para hacer el proyecto”, dijo, recordando a Wilfredo Weiganth y Sandra Lazos. También tenían que presentar el proyecto pedagógico y acudieron a la ayuda de una especialista bellvillense, Estela Miserere, quien en cinco días elaboró la idea que presentaron al Gobierno.
“Hubo tantas idas y vueltas. Gente que boicoteaba el proyecto porque pensaban que podía cerrar el albergue de Trevelin o porque directamente no les importaba la comunidad”, señaló.
Pidieron ayuda a algunos diputados nacionales, muchos de los cuales reclamaban “retorno”. “Preferimos demorar más y hacerla a pulmón”. Cada verano -en invierno no se puede construir- viajaban con los jóvenes y con voluntarios que se sumaron para hacer, desde los cimientos en la piedra hasta el techo de la escuela. Si hasta el exintendente Miguel Angel Veglia pasó una temporada en carpa, en medio de la montaña colaborando con la construcción.
Graciela viajaba a hablar con las autoridades -hasta se entrevistó con Carlos Maestro, por entonces gobernador de Chubut- hasta que consiguió todos los permisos para que habilitaran la escuela.
Finalmente, el 5 de marzo de 1997 comenzó el primer ciclo lectivo de la escuela primaria enclavada en la comunidad de Sierra Colorada, a 2.000 kilómetros de Villa María.
Hoy, como anticiparon los miembros de esa comunidad, gracias a la escuela pueden contar con el camino, la energía eléctrica y hasta el transporte público.
Hoy, la institución tiene preescolar, primario, secundario y un área de educación para adultos.“Cuando vemos la sala de computación parece increíble”, recuerda Luis Pérez, haciendo referencia a que por supuesto, ya hay señal de Internet.
Los empleados no docentes son de la misma comunidad y los que enseñan la lengua mapuche, son los ancianos del lugar.
Luis y Graciela recuerdan que en aquel viaje fundacional, los jóvenes villamarienses llevaron una bandera con una inscripción: “A los dueños de la tierra, perdón”.