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El Cabo es lo último que se pierde

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El Cabo es lo último que  se pierde

Por el Peregrino Impertinente

El Cabo de Buena Esperanza es un punto geográfico ubicado en el suroeste de Sudáfrica. Se lo conoce popularmente por ser el sitio de unión entre los océanos Atlántico e Indico, aunque en rigor ese título le corresponde al Cabo de Agulhas, que se encuentra más al sur. Un dato que, en estos tristes días, probablemente cambie en nada las mañanas del lector, que básicamente consisten en mirar por la ventana a ver si viene el segundo semestre.

Prodigioso fenómeno natural, el cabo está conformado por una sucesión de abruptos acantilados permanentemente castigados por la mar furiosa. Portento donde la fuerza de la Naturaleza se torna explícita, en un espectáculo que se potencia gracias al vuelo de miles de aves, metáfora de libertad “¿De Libertad? De Chango Más diría yo, el friazón que hace acá arriba. Y no me hables del espíritu y el camino de la superación, que por Dios y la Virgen que amaneces buceando con el pulpo Paul”, dice un hosco pájaro de la zona, que lo único que tiene de Juan Salvador Gaviota es el apellido.    

Asimismo, resulta relevante destacar algo de la historia del Cabo, o al menos de la más reciente. Los ojos occidentales la vieron a finales del siglo XV, gracias al marinero portugués Bartolomé Díaz, hijo de Homero y Marge Díaz. Fue él quien descubrió el lugar mientras buscaba un paso seguro hacia las Indias.

Sin embargo, se llamaba Vasco da Gama el que lo cruzó por primera vez, allá por el año 1497, entre olas que llegaban (y llegan) a medir cuatro metros de altura, vientos huracanados de hasta 30 nudos, lluvias torrenciales y bestias marítimas que se le tiraban a los tobillos. “Cómo no me mandaron a laburar a un MuniCerca”, reflexionaba ya entonces el pobre Vasco, sabedor de que existen trabajos bastante menos exigentes en este mundo.