El autor del artículo que aparece en esta página es villamariense y está radicado desde hace décadas en Buenos Aires. El sábado último publicó estos pensamientos en Clarín y comenzó a recibir elogios y críticas de un lado y otro de lo que se ha dado en llamar “la grieta”. Hasta la amenaza de un Carapintada, la renuncia de alguien que lo acompañaba en la conducción nacional de la SADE y el encargo de otro artículo desde Página/12 le tocó escuchar, por escribir lo que ahora comparte con los lectores de EL DIARIO
Escribe:
Ernesto Fernández Núñez
Psicoanalista y escritor
Vicepresidente nacional de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE)
El fracaso debería abrevar en las aguas procelosas del aprendizaje, en la medida que éste se produzca de vez en cuando. Otros opinan que el mismo no existe; solo hemos elegido la puerta equivocada.
El destino, el azar, la casualidad, la coincidencia, el fracaso o la mala suerte, son algunas de las palabras que tratan de explicar aquello que escapa a nuestro conocimiento consciente y racional. Lo que a simple vista es obra de una vida signada por la mala suerte, fracaso tras fracaso, en una lectura “finita” de los hechos, arrojará algunas explicaciones interesantes y esclarecedoras. El fracaso no es anónimo ni es casual, tiene un nombre y una fuerza incontrolables para repetir el mismo patrón de conducta que nos lleva inexorablemente a sentirnos marcados ignominiosamente por el destino. Hablamos de la compulsión a la repetición, o neurosis de destino; yo lo llamaría el teatro de la memoria, allí en ese escenario desfilan todos nuestros fantasmas.
Esta observación no es solo inherente a las personas: es aplicable a los países, a las instituciones. La Argentina no es la excepción; me arriesgo a decir que nuestro país debería tomarse de ejemplo de lo que es un paciente crónico de fracasos, conductas repetitivas y frustrantes que siempre nos dejan en un escalón abajo del cual partimos. Esa es una curiosidad: no regresamos al punto de partida, vamos más atrás.
Acostada en el diván, rápidamente se puede inferir que la Argentina padece un trastorno compulsivo cíclico, destruye con fuerza ciega muy rápidamente lo que construye dolorosamente. El país está allí esperándonos y no lo alcanzamos, nos hemos identificado con el juego del palo enjabonado de los parques de diversiones, nunca llegamos a la cumbre.
La repetición histórica de las conductas de fracaso
La repetición histórica de las conductas de fracaso se da en todos los órdenes de nuestro país. Se repite el patrón en la economía; inflación más devaluación, más endeudamiento externo, igual pobreza. La política y la sociedad reciclan compulsivamente a aquellas personas o candidatos que ya fracasaron, cuyo resultado será inevitablemente el mismo.
Es difícil ubicar en la historia argentina el hecho -o los hechos- que dieron lugar a esta conducta postraumática; cada historiador tendrá su opinión. Porque de eso se trata, para que exista esa conducta debe de haber existido un trauma emocional y social que supere los mecanismos de defensa y se encripte en la memoria colectiva. Las conductas de repetición buscan expulsar el conflicto psíquico traumático, en este caso el conflicto social, hacerlo desaparecer, pero no resolverlo. En nuestro país, a través de las repeticiones, tratamos de expulsar o negar lo que no entendemos o no aceptamos. En un país, los mecanismos de defensa son las instituciones; cuando estos son superados, secuestran o desaparecen las personas.
Recuerdo aquel cuento de un hombre que viaja en la máquina del tiempo rumbo al remoto pasado de verdes bosques y llanuras. Al regresar, encuentra otro mundo distinto al que había dejado. Asombrado, trata de recordar qué realizó en el pasado; sin querer, en un sendero, había pisado un pequeño insecto, ese insecto era el alimento para otros y así sucesivamente, se alteraron las procesos evolutivos. De allí que pequeñas sutilezas que pasan desapercibidas cambian la vida y el universo.
Es aquí donde surge el interrogante, qué pisamos nosotros en el pasado para que la Argentina, entre las diez potencias mundiales en los años 20, no tenga comida para sus habitantes.
Malvinas y los treinta mil…
Si algo del orden de lo patológico ha signado nuestro país y dejado su marca en varias generaciones son los golpes de Estado, eufemismo que oculta este mecanismo de destrucción, inaugurados en el año 1930 hasta 1976. Los mismos dieron comienzo a una conducta compulsiva de rupturas institucionales cada tres años, que solo pudo detener la tragedia, Malvinas y treinta mil desaparecidos. La compulsión a la repetición en este caso, no ha sido patrimonio de militares. Existen organizaciones de intereses poderosos, nacionales y extranjeras, grupos y individualidades dispuestas a convalidar este estilo de vida. La desestabilización es un viaje al pasado, pero para sus seguidores tiene un aliado circunstancial, casi afrodisíaco, detiene, altera el tiempo y alivia, lo que está lejos parece cerca, y lo que es fracaso es sentido como éxito en lo inmediato. Pasado el éxtasis, viene rápidamente el caos. La euforia triunfalista de los discursos de los regímenes que interrumpieron la naturaleza de la democracia, así lo demuestra.
“Ciego a las culpas, el destino suele ser despiadado”…
Esta impronta de país que también es la nuestra, nos ha hecho perder la dimensión del tiempo que exigen los procesos de recuperación y estabilidad, y sobre todo curar el desgarro de la trama social que precede a estos hechos, todo esto ayudado por políticos y parte de una sociedad de una voracidad ansiosa de recompensa inmediata. Todo lo que se reprime y se oculta vuelve siempre disfrazado de otra cosa, pero vuelve. Es por eso que el pasado nos persigue y nos interroga constantemente, para saber quiénes somos.
La democracia es el mejor método terapéutico para sacar a la luz lo abominable y lo sublime que tiene un país. Dejemos que haga su trabajo. “Ciego a las culpas, el destino suele ser despiadado con las mínimas distracciones” (Jorge Luis Borges).