Por el Peregrino Impertinente
Si el Hassan II hablara, diría: “Hola a todos, soy el templo más alto del mundo. Arrodíllense ante mí. O mejor dicho, adentro mío, que para eso estoy. En realidad estoy para encumbrar al Islam, pero claro, en un sentido práctico para que se arrodille la gente. Ante mí. Pero adentro mío también, como les comentaba antes. Es decir, antes de aclarar lo otro. En fin, ¿alguien sabe cómo salió Racing?”. Menos mal que no lo hace, porque tendría menos claridad de conceptos que la Coneja Baldassi.
La mezquita en cuestión fue inaugurada en 1993 y está ubicada en Casablanca, la mayor ciudad de Marruecos. Allí, de cara al mar, luce su minarete de 172 metros de altura que la convierte, justamente, en el templo más alto del mundo. “Así que fúmenla todos. Basílica de San Pedro, la tenés adentro”, comentaría el Hassan II, más belicoso que Caruso Lombardi embarazado de siete meses.
Además de la emblemática y extensa torre, la construcción destaca por sus 30 mil metros cuadrados de extensión. Tamaño suficiente para hacer de ella la segunda construcción religiosa más grande del planeta (siendo apenas superada por La Meca). Semejante superficie le permite albergar hasta 90 mil personas. O sea, la misma cantidad de gente que lleva River, si juntamos todos los partidos de la Superliga, la Libertadores, la Copa Argentina y el Nacional B.
Amén de aquello (“¿cómo amén? Será ‘Alá es grande’, pedazo de hereje y aserejé, já, dejé, tejebe an de buididipí”, salta el imán de la mezquita, bastante trastornado el hombre). Más allá de aquello, decíamos, la obra sobresale por su belleza arquitectónica y los exquisitos materiales que la conforman. “Hermosas piedras, ideales para lapidar a mujeres que pierden la virginidad sin estar casadas”, comenta desde las tinieblas el verdadero Hassan II. Otrora rey de Marruecos en cuyo honor fue levantado el templo y que desde que murió está más intolerante y conservador que nunca.