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Barbarina Crivello, la última pintora clásica

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Barbarina Crivello, la última pintora clásica
Barbarina Crivello en su living

Fue alumna de Leopoldo Garrone, Marina Luchini y José Domingo Martínez en el Bellas Artes de los años 50. Docente de vocación y artista multifacética, dedicó medio siglo de su vida a formar artistas en “la Gómez Clara” y en los secundarios de la ciudad y, sobre todo, a practicar la acuarela de manera exclusiva convirtiéndose en una referente ineludible. Esta nota es una invitación a entrar a su casa y conocer a esa mujer que, con flores y vasos, hizo poesía para los días de su vida

Barbarina Crivello en su living
Barbarina Crivello en su living

El living de Barbarina es, por lejos, uno de los mejores museos de la ciudad. Y allí, como pequeñas ventanas a otras almas, brillan obras de grandes artistas: un paisaje semicubista y tremendamente expresivo de Armando Molina Rosa, un óleo pequeño de Hugo Bastos, minucioso como una estampa japonesa, y también dos pinturas de sus maestros directos: un bodegón de Leopoldo Garrone y una acuarela de Marina Luchini. Y acaso como síntesis de todo lo admirado y aprendido, una acuarela suya que testimonia la esquina de San Luis y 25 de Mayo, frente a la escuela donde se recibió en Bellas Artes en el ´62.

Sí, el living de Barbarina es uno de los mejores museos de la ciudad. Pero para ella no se trata de un lugar de exposición o de paso, sino de un sitio para existir. Ese pequeño palacio de los sentidos que fue armando con el paso del tiempo para ese futuro que ya es el presente; el de una mujer que con más de ocho décadas, sigue siendo, ante todo, una artista. Y es en esa galería de colores y pura sensibilidad donde habita la última pintora clásica de la ciudad.

 

Profesora de color y “maestra” de la acuarela

Acuarela de Barbarina. Esquina de San Luis y 25 de Mayo a fines de los 50
Acuarela de Barbarina. Esquina de San Luis y 25 de Mayo a fines de los 50

A pesar del encanto hipnótico del living, Barbarina nos hace pasar a Roberto y a mí a la cocina. “Está mejor calefaccionada y vamos a estar más cómodos”, nos comenta, y una vez allí, compruebo que la galería de arte continúa. Hay una buena decena de acuarelas en una pared y varias esculturas sobre un aparador; una de ellas (una gallareta color cobre con plumas turquesas gritando al viento) sintetiza de manera maravillosa la cultura asiria con la vanguardia. Pero volviéndome a los jarrones y sus flores melancólicas (“oh, vaso de tristeza/ gran taciturna”, escribió alguna vez Baudelaire al pensar tal vez en acuarelas como éstas), le pregunto a Barbarina por qué eligió esa técnica tan poco frecuentada por los artistas consagrados.

“Tiene una explicación -me dice con voz pausada, que no excluye la emoción- y es que apenas me recibí, tomé muchísimo de mi profesora Marina Luchini. A tal punto que cuando alguien veía mis óleos, se los confundía con los de ella. Fue como una ósmosis. Entonces, para que no me confundieran más, cambié de técnica y empecé un camino más personal”.

A pesar de no “cotizar en bolsa”, la acuarela es una técnica tan compleja como mágica.
-Sí. Yo creo que la acuarela no se valora tanto porque a la gente no le gusta ese color medio desvaído que tiene. En cuanto a la complejidad, hay muchísimas técnicas, como mojar el papel o pintar con el papel seco pero humedeciendo el lugar. A eso lo hacés vos de acuerdo a tu necesidad. La característica principal de la acuarela es la transparencia. Y yo creo que en eso radica su fragilidad y su magia.

Barbarina¿Cuándo decidió que sería pintora?
-Mirá, fue muy raro lo de mi vocación. Porque yo estaba en el Club de Madres de la Escuela Alberdi y nos juntábamos a trabajar para los actos. Un día, la directora Nelly Pochón me dice: “Usted Barbarina tiene muchas condiciones artísticas, lo veo en las láminas que prepara. ¿Por qué no estudia Bellas Artes?”. Yo tenía 25 años y le dije “yo ya estoy grande para ir a estudiar”. Y ella: “¿Pero qué va a estar grande con 25 años?”. Insistió tanto que me convenció. Me acuerdo de que esa misma semana fui a la escuela. Era julio porque recién pasaban las vacaciones y pregunté si podía hacer primer año libre para ganar tiempo. Me dijeron que no había problema.

En esas épocas, sus profesores eran los mejores artistas de la ciudad.
-Sí. Y tuve la suerte de tenerlo a Garrone en Dibujo, Escultura y en Historia del Arte; a Marina Luchini en Color y a “Pichín” Martínez en Pintura. También a Denis Pasetti en Arte Decorativo.

Sólo le faltó Bonfiglioli.
-Sí, pero Bonfiglioli nunca dio clases. El se dedicó a pintar murales y sólo formaba a los pintores que lo ayudaban. No fue un docente, pero sí un pintor excelso. Es un orgullo para Villa María y que haya gente que lo desconozca o no lo valore es una pena. Por suerte la artista Marcela Mammana está restaurando de manera maravillosa sus murales.

¿Cómo era Bellas Artes a fines de los 50?
-Una casa muy venida abajo, con los vidrios rotos y un frío que no te imaginás. Estaba en la esquina de 25 de Mayo y San Luis, donde pinté esa pequeña acuarela que viste recién. Lo bueno eran los docentes y las ganas de los alumnos. A la hora de estudiar la figura humana, teníamos de modelo a la chica que limpiaba. Así que la pobre se sacaba la ropa y posaba muerta de frío al lado de una estufa a querosén (risas).

Rosas rojas, óleo de Barbarina
Rosas rojas, óleo de Barbarina

¿Eran muchos?
-¡Eramos nada más que siete alumnos en segundo año! Uno de ellos era el escultor Néstor Alvarez, que modeló la estatua de “El Gaucho”. Me acuerdo que a él no le gustaba pintar y antes de que viniera la señora de Luchini se iba. “Si te pregunta dónde estoy, decile que ando por acá”. Y salía para el boliche a tomarse un vino.

Veinte años después, le tocó ser directora de la Gómez Clara.
-Sí, sólo que en ese tiempo ya nos habíamos mudado al actual Archivo Histórico, en bulevar Cárcano y Dante Alighieri. Ahí estuve de directora menos de cinco años.

¿Por qué tan poco tiempo?
-Porque al entrar me hice una lista de lo que había que hacer y cuando lo terminé, me fui.

¿Y qué puso en la lista?
-Puse un aula nueva para cerámica, la colocación de azulejos y la mesa nueva con la instalación del agua. Había que llenar de libros la biblioteca, arreglar todos los caballetes y también los modelos que estaban rotos y tirados por ahí. También arreglar los baños y calefaccionar la escuela. Cuando dejé todo listo, presenté la renuncia y volví a pintar.

Pero antes de jubilarse pasó por varias escuelas de la ciudad.
-La docencia fue una de las mejores cosas que me pasó en la vida. Y si volviera a nacer, volvería a ser docente. Empecé en la primaria del Mariano Moreno y después en la Escuela Especial Número 20 General San Martín. En el secundario trabajé en los Trinitarios, el Nacional y el Rivadavia; donde también di clases en el terciario como laborterapista. Porque en la Escuela 20 enseñé cerámica a chicos especiales con muchísimos problemas. Fue a modo de terapia y te puedo decir que el arte es sanador. Y no sólo en los chicos con problemas, sino en todos los seres humanos. Esperá que te muestro las cosas que los chicos hicieron… -y yendo a su aparador, Barbarina trae la talla de dos ángeles en barro cocido, obras cuya factura final está más cerca de la iconografía rusa que de un taller del primario-. Este tipo de cosas aún me llena de orgullo.

 

Rosas rojas para los salones del mañana

Al jubilarse y retomar la pintura volvió al óleo, su primer amor.
-De hecho, en mi última exposición presenté nada más que óleos. La muestra se llamó “Alma” y fue en octubre de 2001, en el Museo Bonfiglioli. Además, expuse algunas esculturas y presenté un libro de poemas. Eran textos muy simples, pero muy sentidos. No me guardé nada para ese día de mi despedida. Mirá, acá hay algunos de esos cuadros -y Barbarina me pasa un pequeño almanaque anillado, regalo de una colega, donde cada mes es un óleo de aquella exposición. Resaltan algunos paisajes y un fabuloso florero en contraste de rosas escarlatas contra un fondo azul ultramar manchado de turquesa. Le digo que el cormatismo me hace pensar en Cezanne y ella sonríe-.

Además, este óleo recuerda a sus famosas “Rosas” expuestas en el Genaro Pérez…
-Eso fue para un Salón Nacional en Córdoba hace muchos años ya. Por suerte, me aceptaron y mi cuadro estuvo al lado de varios pintores famosos; como acá, en el living de mi casa (risas).

¿Alguna vez pudo vivir de la pintura?
-¡No, querido! ¡Es muy difícil vivir del arte en Villa María! Si yo hubiera tenido que comer de lo que vendía, ya estaría muerta. ¡Y eso que me compraban! En las muestras me decían “me gusta ese cuadro, guardamelo”. Un médico que ahora está en Norteamérica se llevó dos acuarelas mías.

Siempre fue una pintora figurativa. ¿Qué opina de la “no figuración” y las instalaciones?
-Las instalaciones en general no me gustan. Pero respeto toda manifestación estética porque cada una tiene su razón de ser. Por supuesto que tengo mis gustos personales, y como soy de la vieja escuela, pienso que la instalación da mucho lugar al “chanterío”, hablando mal y pronto. Porque muchos ponen cuatro cosas y dicen “es arte”, y vos los ponés a dibujar y no tienen idea de la perspectiva o la proporción. Primero, hay que aprender a “dibujar bien” y después, soltarte por donde quieras.

Eso hicieron los artistas que rompieron los moldes, ¿no es así?
-¡Claro! Vos fijate el Guernica. Es un cuadro con las proporciones mutiladas y las figuras deformes, ¿pero me vas a decir que Picasso no sabía dibujar? Es más, no hubiera podido hacer esa obra ni esas deformaciones sin antes conocer la figura humana como la conocía.

¿Y qué pintores admira, además de a Picasso?
-Me gusta mucho Hugo Bastos, Emilio Pettoruti y Fernando Fader. Ya ves que soy muy localista porque son todos cordobeses.

De hecho, tiene un cuadro de Bastos, sólo le faltan de Pettoruti y de Fader.
-Sí, pero esos cuestan un poco más de plata (risas).

Otra de sus actividades artísticas sigue vigente, ya que es miembro de la Asociación de Amigos del Museo Bonfiglioli.
-Sí, hace 15 años ya. Hubo un intendente, no me acuerdo cuál, que hizo cerrar el museo y arrumbó las obras en la Terminal. Por ese entonces me llamó el arquitecto Carlos Pajón o Néstor Alvarez para decirme “vení que nos jutamos todas las noches en casa de Herminda Bonfiglioli a restaurar los cuadros, cambiar los marcos, poner paspartú nuevo y limpiar todo para rearmar el museo”. Ahí fue que la conocí a Nella y nos hicimos muy amigas -y al nombrar a Nella, fallecida hace apenas 50 días, Barbarina hace una pausa, un breve réquiem de silencio para la hija del muralista-. Con ella se murió mi mejor amiga. Me acuerdo de que siempre me decía: “Tenemos que cuidarnos, Barbarina, mirá que somos las únicas viejas que quedamos en el arte de la ciudad” -y Barbarina suelta una pequeña carcajada entre lágrimas-. Así era Nella. Me hacía reír y llorar.

Ahora que Nella no está, igual tiene quien la cuide, porque usted es una suerte de “primera dama” de la pintura villamariense.
-Gracias a Dios y a pesar de mi edad, tengo grupos de gente joven que se sienten cómodos conmigo y me llaman siempre. A veces me cuidan como si fuera un bebé, como José Baroscotto, que está encima mío todo el tiempo y es como un hijo para mí. Mirá, yo manejo el auto y voy sola a todos lados, pero cuando hay una exposición o se juntan, me dicen “¡vos no sacás el auto, te pasamos a buscar!”. Pero no es sólo José, es toda la comisión del museo. Son gente que no tiene maldad para nada. Es gente tan buena y transparente -y cuando dice “tan buena y transparente” yo pienso “como una de tus acuarelas, Barbarina, como esas flores melancólicas que no marchitan y que cada vez valen más para el arte de la ciudad”, y en ese living digno de la sala de cualquier museo, Roberto Zayas la capta con su cámara caminando entre los cuadros, como el trayecto mismo de su propia existencia. Sólo que ese dinamismo se ha vuelto serenidad, refugio de colores contra el gris del mundo, atelier donde vuelve a pintar una esquina rosada con sólo pasar su mano frente a una vieja acuarela.

Texto: Iván Wielikosielek
Fotos: Roberto Zayas