Un escritor español nos deja este maravilloso relato posmortem que hace el felino ante quien fue su rescatista y compañera
Era un gato de lomo negro, vientre blanco, patas y rostro jaspeados y atendía por Pitxu. Mi hija Cristina lo adoptó hace un año en un caserío, a las pocas semanas de nacer.
Era juguetón y malabarista, saltaba y trepaba por árboles y tejados. Y también dormilón y siestero, enroscado sobre sí mismo, ronroneante en el regazo de su ama.
Al anochecer se le encendían las verdes pupilas y analizaba su entorno con gesto amenazador e inquisitivo. Era aventurero y sentimental. Llenaba con su presencia silenciosa y estudiada la tertulia familiar, sentado sobre la pequeña pantalla televisiva mirando a los auditores. Enfermó hace unas semanas y murió rápidamente. Para llenar su vacío he imaginado esta carta que dirige a quien compartió con él muchas horas de mutuo afecto.
“Cristina querida:
Hoy, poco después del mediodía, he llegado al paraíso de los gatos. Me dormí profundamente y desperté rodeado de miles de gatos que, como yo, habían vivido en el mundo algún tiempo. Te mandé un mensaje al marchar, a través del universo magnético que nos sirve para comunicarnos y para localizar a quienes queremos. Aquí, hoy, es fiesta, y celebramos a santa Clara, que fue la novia mística de Francisco de Asís, a quien no sólo los gatos, sino todos los seres vivos, menos el hombre, veneramos como patrón. El fue el primero en descubrir, como poeta que era, la gran verdad de la unidad de la vida que nos hace ser partes de un todo que se renueva sin cesar.
He sido muy feliz contigo en mi corta existencia. Ya, sabes que cuando nacemos, un espíritu entra en nuestro cuerpo. Yo vine al mundo con seis hermanos más, que fueron desapareciendo hasta que me quedé solo en el pajar del caserío. Mi madre me dio leche un par de semanas y luego se marchó a un tejado de las cercanías. Me vinieron a buscar varios hombres; yo me asusté y escondí, creyendo que querían matarme, o meterme en un saco, como a mis hermanos. Por fin me cazaron y me encontré con tu voz y por su tono noté que eras amiga y que me querías. Me diste de comer; me enseñaste a ser limpio., Me llamaste con una palabra terminada en itzu que era fácil de retener. Un día empezó a llover mucho y el cielo estaba todo negro. Noté mucha agitación y me encontré metido en un cesto y dando tumbos durante muchas horas. Desperté en una casa muy grande, con muchas habitaciones, puertas y ventanas que daban al campo. Olí a los otros gatos que rodeaban la casa, de otros apellidos y más rubios. También oí ladrar a los perros, que nos odian a los gatos, no sé por qué.
Conocí a los tuyos. Personas mayores que me trataban bien. Una de ellas decía palabras en una lengua que oí en mis primeras semanas de vida. Aprendí a comer de tu mano. A dormir en mi casita de tela. A sentarme encima de una caja que daba calor y metía ruido. A dormir la siesta donde quería. A salir a la selva que rodeaba la casa, en la que subía a los árboles y me escondía para que no me encontrases. Pasé algunas noches al raso para mirar a la luna, que es amiga de los gatos. Y me escapé alguna vez varios días por el achaque ese que también nosotros llamamos amor.
Yo sé que me querías mucho. Lo noté por la manera que me reñías cuando hacía algo mal o mordía o arañaba a las personas mayores. Me pareció que te enfadabas sólo a medias. Y que en tus ojos había más cariño que cólera.
Cuando te marchaste, me faltó el cupo de afecto maternal que me dabas. Yo era un mama-cat. No me avergüenzo de ello. Necesitaba amor para darlo a mi vez. Sabía que volverías y que estabas muy lejos. Me decidí una tarde a ir a tu encuentro, pero ante unos carros de fuego que pasaban a toda velocidad y me impedían seguir mi rumbo, me perdí y para sobrevivir me puse a comer hierbas del campo, paja seca, pinocha, lo que fuese.
A la mañana me encontré muy mal. No podía tragar. Me dolía todo el cuerpo. Me iba quedando sin agua, con sólo la piel y los huesos. Me arrastré como pude hasta la casa, que por fin encontré, y caí desfallecido y me sentí morir. Me vino a ver el médico de gatos, tan simpático como siempre (el que me convirtió en medio-gato, a traición). Creo que me operó de la tripa, pero no me enteré. Viví en la seminconsciencia las postreras horas. Mi último pensamiento de gato viviente fue para ti, a quien tanto quise. Mi deseo es que no me tiren a la basura, sino que me entierren en el suelo del jardín, frente a tu ventana.
‘Mi recuerdo vivirá en tu memoria para siempre’. Así me lo ha dicho hoy el jefe de nuestra comunidad de gatos en el paraíso, que es el gato de San Pedro, a quien la mujer de éste le daba el mejor pescado a escondidas.
También me ha dicho que todo lo que ha vivido alguna vez sigue viviendo siempre en el eterno retorno que es la historia del mundo. Y que nos encontraremos con otra forma alguna vez”.
José María De Areilza
(El País, de España)