El pasado viernes se inauguró en el Archivo Histórico la muestra de fotos que documenta la vida cotidiana de los isleños en la Villa y la región. Panaderías y fábricas de zapatos, cumpleaños y casamientos, paellas populares, pastissets y las míticas fogatas de San Juan, marcaron la vida de la colectividad a lo largo de un siglo
Ellos estuvieron en el Centenario, nosotros en el Bicentenario”.
Con esta simple y conmovedora verdad que se ha vuelto eslogan, la Casa Balear de Villa María homenajeó a sus padres y abuelos. Y así, las 45 fotos expuestas documentaron “los trabajos y los días” de aquellos menorquinos y mallorquinos llegados entre fines de 1800 y mediados de los 50.
Fotos de estudio de novios y bebés, fascinantes retratos de las muchachas de antaño y familias enteras en las que posaban varias generaciones de Mir, Mercadal, Cardell o Pons. Y acaso las fotos más valiosas, las que fueron tomadas en escenarios reales y tienen la potencia plástica del neorrealismo italiano: los trabajadores en el campo de trigo o maíz sonriendo entre tallos de luz, los carros cargados de fardos como bloques de pura prosperidad, las carneadas del cerdo en las chacras, el interior de las panaderías con un ejército de obreros de blanco y la boca del horno por siempre encendida, los sastres y las costureras con máquinas del tamaño del motor de un auto, los talabarteros trabajando el cuero sobre moldes de metal con impecables camisas blancas.
Acaso para dejar sentado mediante el testimonio de viejos negativos que ellos, los inmigrantes, vinieron a este nuevo país a trabajar en los oficios que eran marca registrada de las islas. Y ése fue el legado para las generaciones venideras en esta región sin mar: trabajar sin olvidarse jamás del Mediterráneo, “llevando su luz y su olor por donde quiera que vayan”.
La chica del maíz
Es increíble constatar que una de las mujeres de aquellas fotos (Rosa Sugrañes de Orfila) aún vive (ver recuadro). Y en un clic fugaz como el parpadeo de la eternidad, Roberto Babalfi la retrata señalándose a sí misma, veinteañera y hermosa, en la postal de una carneada del año 55; hasta que el olor a la sangre caliente de un pobre animal se vuelve puro presente.
Luego de esa foto, la charla inaugural de Margarita Llabrés será un verdadero viaje en el tiempo hasta el puerto de Barcelona a fines del siglo XIX, desde donde partieron los primeros isleños hacia una Argentina desconocida y lejana, acaso más mitológica que real.
Tras la presentación del coro del Conservatorio, el profe Rubén Terreno, director de la formación, anunciará una danza mallorquí. A lo que el presidente de la Casa Balear, Manuel Cardell, agregará con orgullo que “hoy es la primera vez que se ejecuta en Villa María una danza isleña y es bailada por el ballet”.
Y, efectivamente, el grupo Ca Nostra (que acaba de obtener una Medalla de Oro en el Festival de las Colectividades, de Carlos Paz) pone coreografía y ropas típicas a la canción.
Mientras el baile sucede me encuentro con el restaurador de las fotografías, Juan José Odino. Y con un fondo de música balear en vivo, “Pili” me dice: “Fue uno de los trabajos que me dio más satisfacción en toda mi vida, no sólo desde lo técnico, sino desde lo humano. Estuve varios meses para ampliar, reconstruir y curar un montón de fotos pequeñas y deterioradas. Y saber que mi trabajo aún dura, es un premio demasiado grande”.
Le pregunto a “Pili” qué es lo que más recuerda de aquel trabajo y no duda ni un segundo: “Te cuento lo mejor que me pasó. Había fotos muy chiquititas para reproducir y ampliar. Con decirte que algunas tenían el tamaño de una estampilla y, al verlas, no se entendía lo que estaba fotografiado. Una de esas fotos era de un campo de maíz y quienes me la dieron siempre creyeron que era simplemente eso, la foto del maizal en flor. Pero cuando la fui aumentando descubrí que entre el maíz asomaba la cabeza de una nenita rubia y sonriente. Fue increíble sentir que esa nena me miraba desde aquellos tiempos y que de algún modo yo la estaba devolviendo a la vida. ¿Querés verla?”.
Y entonces, mientras aún suena la música, vamos con “Pili” hasta ese viejo campo de maíz. Y allí está entre mazorcas de amarilla luz la nena rubia, sonriendo como si se hubiera escondido y la acabáramos de descubrir. Como si toda su inocencia siguiera jugando con los habitantes del futuro a la piedra libre.
Iván Wielikosielek
La muestra
Es la tercera vez que se expone en la ciudad “Historias de la inmigración balear”. La primera fue en 2003 y la segunda en 2010, en el marco del Bicentenario (de allí el eslogan).
La muestra cuelga en la sala de exposiciones del Archivo Histórico local (bulevar Cárcano y Dante Alighieri), donde podrá visitarse durante dos semanas consecutivas, de lunes a viernes de 9 a 13 y 16 a 21.
Además de las 45 fotografías que testimonian la vida cotidiana de las familias baleares en Villa María y la región, podrán observarse elementos de trabajo de la colectividad; máquinas de coser, arados y elementos de zapatería pertenecientes al Eco Museo Balear.
Entrada libre y gratuita.
Toda la luz cabe en la casa de Rosa
Rosa Sugrañes de Orfila vive en una casa de calle San Juan que, al igual que ella, vio la luz en el año 31 y -como ella también- tiene una corona intangible: la del aura de una aristocracia de antaño.
“Las inmobiliarias vienen todos los días a pedirme precio por la casa. La miden, sacan cuentas de cuántos departamentos entrarían; pero yo les digo que todo es inútil; que la casa no está en venta, que el pasado no se negocia ni por toda la plata del mundo”. Y casi afirmando lo dicho, Rosa me muestra un verdadero museo balear: platos de pared, postales y afiches de Ciutadella y Reus (la ciudad catalana de su padre). Y, sobre todas las cosas, una fabulosa cantidad de fotos familiares
“Mi papá era loco por las fotos. Pedía todo el tiempo cámaras prestadas y nos retrataba a mi hermana y a mí. Estaba fascinado por haber tenido mellizas y luego, cuando nació mi hermano, no dejaba de fotografiarlo también. Mirá…”.
Y Rosa me pasa unos álbumes en blanco y negro donde aparecen las quintas del Prado y las chacras con animales, un jardín de infantes de la Escuela Víctor Mercante del año 37, un retrato “doble” con su hermana melliza (dos bellezas de antaño entre las que nunca podré distinguir a Rosa de Margarita) y una peluquería villamariense en cuyo backstage aún palpita su propia historia.
“Mi papá se llamaba Francisco Sugrañes Lozano y era un peluquero catalán que anduvo por Jujuy y Rosario. Pero en el año 23 quiso conocer Villa María. Le habían dicho que había “muchos catalanes”. En realidad eran todos menorquinos y mallorquinos, pero como hablaban el mismo idioma, los metían a todos en la misma bolsa. Así que mi papá se vino con 22 años y empezó a trabajar enseguida en la peluquería de Gómez, que estaba en la calle Buenos Aires, a media cuadra de la plaza. Al tercer día entró a cortarse el pelo una señorita de 17 años y Gómez le dice a mi papá: “Mire, don Pancho, vaya usted a atender a la señorita que acaba de entrar y va a tener con quien hablar en catalán”. Así se conocieron con mi mamá y él ya no se fue nunca más de Villa María…”.
Le pregunto a Rosa por la foto de la muestra. “Cada vez que había una carneada en lo de una familia balear íbamos todos a ayudar. Y fuéramos o no parientes, a todos les decíamos ‘tío’. Generalmente se mataban dos o tres chanchos y después hacíamos chorizo, morcilla y butifarrón, que es una factura típica de Menorca. La foto de la muestra es en lo de mis abuelos maternos Mercadal, que le alquilaban un campo cerca del Prado a la Sociedad Española. Todavía me acuerdo de la playita al lado del río. La nenita rubia de la foto es mi hija mayor cuando tenía 2 años. En esas carneadas hablábamos todo en catalán, pero hoy ya no me queda nadie con quien practicar el idioma en la ciudad, excepto don Antonio Vivó, pero lamentablemente nos vemos poco”.
Cuando llega el final de la nota, le pido a Rosa una foto y ella acepta de muy buena gana, como lo hacía de niña ante la cámara de su padre. La escenografía es tan obvia como inevitable: la fabulosa mampara de su casa como un templo que jamás será vendido. Porque “el pasado no se negocia” ni se fracciona en departamentos y (sobre todo) “porque esto es para mis hijas”. Y cuando dice “esto”, Rosa no sólo señala el inmenso living, sino también los platos de pared, los afiches y las fotos. Es decir, todo el imaginario y todo el ADN de una familia. Un boleto hacia el pasado. Igual que el billete de barco de su padre que ella guarda todavía en una caja de reliquias.