Los perros tienen su lugar de encuentro. El mejor amigo del hombre es más parecido a nosotros de lo que pensamos…
Por Graciela Biolet
Los perros, que antes eran más humanos que los mismos perros, se reunían por las tardes a descansar en la taberna del pueblo luego de su jornada de trabajo.
A una mesa se sentaban los perros lanudos, a otra los pelados, en la de más allá los de pintitas, por acá los marrones (cerquita de los blancos, que eran sus amigos) y en la esquina del fondo, los negros (los perros más temidos por pendencieros y metebullas).
Hasta el anochecer se los veía enrollados sobre sus cuerpos, despintando el barniz de las mesas con sus hocicos calientes.
Día tras día llegaban, se sentaban en la mesa de siempre, pedían agua fresca recién traída del río y al ratito nomás se les caían los telones de los ojos, algunos hasta se tapaban la cara con las orejas en señal de que no querían ser molestados. ¡Claro, los que tenían orejotas grandes!
Flora, la perrita más pequeña e inquieta del pueblo, trataba en todo momento de animar un poco a estos animales para que hicieran algo que valiera la pena, algo divertido… ¡algo de algo, aunque más no sea!
Lo primero que se le ocurrió para alentar la vida de estos perros aburridos fue organizar el Club Social Perruno.
Y organizar, lo organizó…porque les habló tanto, los persiguió de tal modo y les interrumpió tantas veces el sueño, que al final les ganó por cansancio.
Pintó un cartelito con el nombre del club, recortó y dibujó medallas a modo de carné y se los colgó al cuello a todos los perros mientras dormían.
Flora misma se nombró y fue siempre la presidenta del club, porque no logró jamás que los perros se despertaran para hacer una asamblea. No era su intención serlo, pero ante la falta de interés sabía que era la única que podía llevar adelante la idea.
Cada idea que llevaba la pregonaba apenas los concurrentes entraban en la taberna, porque si perdía un segundo, los agarraba dormidos. A lo sumo conseguía que los perros blancos dijeran un “¡guau!”, que en perrioma (o sea, en idioma perruno) quiere decir “sí”.
Luego Flora se callaba porque si no, los negros se enojaban y la corrían con seis “¡grrr!” (que traducido es “dejate de hinchar o te mordemos”).
Una tarde, al llegar a la taberna del pueblo, los perros encontraron la puerta cerrada con llave y tranca, atravesada por un cartel colorido que anunciaba:
“Disculpe las molestias, preparo el salón. Hoy, cuando se prenda la luna, ¡gran fiesta! ¡Gran bailón!”.
A los perros lanudos se les pararon los pelos de punta. Los pelados se echaron a dormir en los escalones porque les daba mucho trabajo enojarse. Los perros a pintitas, de rabia, perdieron algunas manchas y ensuciaron la entrada.
Los marrones, siempre cerquita de los blancos que eran sus amigos, lanzaron dos “guau” (que querían decir “y bue”).
Pero los verdaderamente bravos fueron los negros. Ah… Ladraron con sus peores bramidos diez “grrr”, que en buen perrioma significa “qué fiesta ni ocho cuartos, cuando te agarre, te mato!”.
La cuestión es que, aunque no les cayó muy bien el cambio de rutina, se tuvieron que resignar y todos, con más o menos bronca, volvieron a la taberna a la hora citada.
¡El salón estaba precioso!
Flora había colgado banderines de punta a punta y anudado globos de todos colores como racimos de cada esquina.
Además de agua fresquita del río, había preparado palanganas adornadas con flecos dorados, repletas de leche y tazones colmados de bocaditos de carne colocada en forma de corazones.
La música sonaba a todo volumen. Las luces se prendían y apagaban guiñándoles sus reflejos a la luna, que espiaba por la ventana sin creer lo que estaba viendo.
Los lanudos, los pelados, los de pintitas, los marrones, los blancos, que eran perros de buenos modales, entraban en la fiesta y dejaban sus colas colgadas en el perchero, a modo de sombrero.
Luego se saludaban haciendo grandes reverencias y según las tarjetitas que Flora repartía, se sentaban, mezclándose como nunca, en distintas mesas.
Los perros negros colgaron sus colas también, pero se recostaron agrupados como siempre en una esquina, y se hicieron los dormidos.
La primera que salió a bailar fue la propia presidenta. Bailó una zamba criolla que más parecía rap que zamba, pero hizo la punta, que siempre es lo más difícil de las fiestas.
Algunos perros pelados también se durmieron, pero en serio. Los demás salieron a probar unos pasitos y así, uno a uno se les fue desdibujando el aburrimiento y la bronca de la tarde.
Todo iba fantástico hasta que un perro de pintitas, por presumir ante una perra lanuda, le pisó el hocico al jefe, mandón y bravucón de los negros, el cual lanzó un terrible aullido que despertó a los que estaban y a los que se hacían los dormidos. Ellos no se habían olvidado de sus diez “¡grrr!” de la tarde, sólo esperaban el momento oportuno de recordarlos.
Felizmente, Flora calmó a todos. El mal momento se fue superado por la aceptación que había tenido el Club Social Perruno.