Tenía razón el baterista Agustín Rocino cuando adelantaba en este diario que el show que brindaría Catupecu Machu, en plan de gira por los teatros del continente, no se iba a tratar de un mero “unplugged”. Un sesudo esfuerzo de innovación y de redefinición de la producción musical plasmada en 20 años resultó en una verdadera gesta de experimentación propia de sibaritas del sonido. Exhumar las canciones de distintas épocas con el propósito de traducirlas, mediante un previo laboratorio musical, a un set de guitarra acústica, bajo, teclados y sintetizadores conectados a máquinas, cajón y batería electrónica. Desembarazándose del estereotipo de amesetamiento del rock, Catupecu brindó un show poderoso, singular y de largo aliento (dos horas y media), el sábado pasado en el Teatro Verdi a sala llena. Con la consigna “cómanse el viaje”, el cantante Fernando Ruiz Díaz -recortado por un delicado juego de luces robóticas- arengó a la multitud a adentrarse en una densidad diferente de sabores visuales y sonoros. Aunque, cabe decir, atentó un poco tanto la verborragia propia del artista (relató anécdotas, recordó varias veces a su hermano Gabriel, quien se recupera de un recordado accidente automovilístico, confesó su idolatría por Raphael mediante una peculiar canción y se mostró emocionado por estar en tierras cordobesas, dado que su madre es oriunda de Marull), como las derivaciones provocadas por el riguroso celo que se imprimió sobre la utilización de cámaras y celulares durante el show.
“Bajá ese teléfono”
No bastaron la típica advertencia a través de una voz en off ni una didáctica explicación de Ruiz Díaz. La situación llegaría al punto límite al momento en que el artista, en plena y sentida recreación de “Persiana americana”, cambiaría la letra por “bajá ese teléfono”, cortando en seco la interpretación. Tanto fue el fastidio expresado que el espectador señalado se vio impelido a retirarse. En estricta materia musical, la performance activó otra profundidad a la lírica de Ruiz Díaz que oscila entre ramalazos descarnados de trasnoche (“vivo fuertes madrugadas” de “Magia veneno”) y agudas reflexiones metafísicas (“hay más de mí en un mundo encerrado” de “Cuadros dentro de cuadros”). A su vez, la puesta -combinatoria de lo orgánico con lo digital- permitió pasajes de utilización extrema del andamiaje instrumental (como al principio con los pirotécnicos “Ritual” y “Mil voces finas” del primer álbum “Dale!”), hasta postales minimalistas (la ejecución de un hang, instrumento concebido por un luthier cordobés, de un tema dedicado a su hija Lila). Párrafo aparte para la “versión de la reversión” del tema “Para vestirte hoy”, compuesto por el orfebre de la canción Lisandro Aristimuño, donde Ruiz Díaz brillaría como “frontman” bien al filo del escenario. Al final, no faltaron clásicos -entre los característicos alaridos primales de Ruiz Díaz- como “Viaje del miedo”, “Plan B, anhelo de satisfacción”, “Entero o a pedazos”, “Y lo que quiero es que pises sin el suelo”. Una “bestia pop” acustizada ya podía descansar en paz. Juan Ramón Seia