A sala llena, los destacados actores brindaron una pieza magistral y esperanzadora sobre la vejez. Desde el teatro anunciaron que la obra se repondrá el 9 de octubre a las 21
Tendría que haber estado ahí, estimado lector, para haber escuchado uno de los aplausos de pie más extendidos que se han ofrendado en la última temporada.
Luis Brandoni, Eduardo Blanco y un grupo de jóvenes actores acababan de interpretar “Parque Lezama”, una encantadora obra adaptada y dirigida nada menos que por Juan José Campanella, ante una sala totalmente repleta.
Pocas horas después de la ovación prolongada, el Teatro Verdi anunció que -debido al probado éxito de la pieza-, se repondrá el espectáculo el 9 de octubre a las 21 (las entradas se comenzarán a comercializar en breve).
Una dupla maestra
La obra en cuestión alude a un abordaje argentinizado, y mejor dicho “porteñizado”, de un afamado texto escrito por el dramaturgo neoyorquino Herb Gardner titulado “Yo no soy Rappaport”, ambientada originalmente en Central Park. Sus personajes principales son dos ancianos que se encuentran ocasionalmente en los bancos del parque con historias personales, en apariencia, muy diferentes.
Brandoni recrea -con esa maestría propia de provocar el llanto y la risa en un santiamén y de dotar de sentido crucial a silencios y gestos- a León Schwartz, un idealista y contestatario comunista que a medida que avanza la obra va emergiendo su predilección por inventarse identidades falsas.
Blanco, con una sobreexigencia puesta en encorvar y debilitar el estado de salud de su personaje, encarna a Antonio Cardoso, un veterano trabajador de mantenimiento de un edificio, afectado por la ceguera. Con esos condicionamientos a su favor, acaso al borde de la caricatura, el actor “fetiche” de Campanella se reserva los pasajes más estruendosamente hilarantes.
Mediante una deliciosa compensación de dinámicas cómicas y dramáticas, la obra -dividida por un breve intervalo- pone en consideración posiciones antagónicas frente a la vejez y sobre todo, ante la terrible sensación de ser descartable: el conformismo un tanto desanimado de Cardoso y la testaruda y entusiasta rebeldía de Schwartz.
A poco de recorrer la pieza, y comprometidos por circunstancias que los rodean y los terminan perjudicando, comienza a ganar la pulseada el optimismo de León, quien al contrario del hidalgo y cervantino Don Quijote, no pelea contra imaginarias abominaciones, sino que crea personajes ficticios para luchar contra “monstruos reales”: un ladrón, un dealer, un desalmado presidente de un consorcio.
La amplia escenografía montada en estructuras en altura, vale decir, suma un plus de calidad a la puesta.
Juan Ramón Seia