Llevamos toda la vida juntos, mi perro y yo. Con mi hermano lo adoptamos cuando era apenas un cachorrito y desde entonces nunca nos separamos. Compartimos con él sus primeras comidas, las peleas con los otros perritos y sus primeros paseos solo, lejos de su mamá.
El día en el que decidió tomar su propio camino fuimos con él. Pasamos grandes momentos persiguiendo bicicletas y coches, aprovechando el calor del sol en las tardes de invierno y la sombra de los árboles en los días de verano. Le cantábamos a la luna y corríamos porque sí, por el solo placer de sentir el viento en la cara, dando vueltas a la plaza sin parar hasta caer agotados. Nos parábamos a oler una flor, un papel o una botella vacía que alguien había arrojado. Daba igual, todo era muy interesante y digno de investigarse, uno nunca sabe los tesoros ocultos que puede haber escondidos.
Vivir en la calle no es tan duro como puede parecer cuando se cuenta con buena compañía. Tomábamos agua de la fuente y comíamos lo que aparecía a nuestro paso o lo que algún alma caritativa nos daba, siempre con la alegría y la certeza de sabernos libres. Revolvíamos bolsas de basura buscando algo sabroso y siempre encontramos donde guarecernos de la lluvia y del frío.
Fueron buenos tiempos.
Todavía recuerdo la primera vez que mi perro se enamoró. Ella era una perrita joven, color canela, tenía una oreja y las patas blancas; con mi hermano hacíamos bromas diciendo que era una chica tan fina que siempre usaba sombrero y guantes. Se peleó con varios galanes por estar con ella y, cuando por fin lo logró, fue glorioso. Nosotros nos mirábamos orgullosos, nuestro cachorro era todo un perro grande. Estuvieron juntos casi una semana y después cada uno se fue por su lado, pero nunca la olvidó. Todas las que vinieron después tuvieron una mancha blanca en la cara o en las patas, aunque ninguna fue como ella.
Estaba convencido de que íbamos a estar unidos para siempre, compartiendo nuestras vidas sin más preocupaciones, pero el destino quiso otra cosa.
Nos adoptaron.
Al principio pensamos que era muy bueno: por fin teníamos un hogar, comida todos los días, un lugar donde dormir sin tener que salir corriendo cuando venía la tormenta y hasta una mano amiga que nos acariciara de vez en cuando. Pero al poco tiempo vimos que no iba a ser tan fácil.
A los pocos días de estar en la nueva familia, nos metieron en agua. ¡En agua! Y nos refregaron con jabón, haciéndonos patinar. Mi hermano y yo casi nos ahogamos, mi perro luchaba en vano por zafarse de esas manos fuertes que lo restregaban con esa cosa apestosa, sacándole su olor natural. Me queda el consuelo de saber que salpicamos bastante y que hicimos un buen escándalo, pero no fue suficiente.
Dos días más tarde nos pusieron un polvo, una especie de talco. Nuestro perro estaba bien, pero nosotros tosimos como desesperados con esa porquería. Quedamos atontados y doloridos por tres días y entonces volvieron a aplicarlo. Nos dejó casi en coma.
Mi hermano dijo que no aguantaba más, que en esa casa estaban todos locos, y se fue. Yo me quedé. No quería abandonar a mi perro, ¡llevábamos tanto tiempo juntos! Pero hoy tomé una decisión. Nos volvieron a meter en agua y después, cuando nos secaron, nos rociaron con un líquido que casi me manda al otro lado.
Si estos humanos siguen aplicándole ese matapulgas no voy a vivir para contarlo, así que yo también me alejo.
Quiero probar nuevas experiencias. Me voy a mudar a un gato.