Es difícil nombrarlo sin que se nos dibuje una sonrisa en la cara. Sergio Montoya. Para muchos, “el Gordo”; para muchos otros, “el Profe”, el artista, el director de la Escuela de Artes…
Montoya ya estaba allí, en la escuela, cuando ingresé como docente. Siempre con su modo afable y una sonrisa amplia. Cuando nadie hablaba de “inclusión”, él proponía al cuerpo docente contener y acompañar el desarrollo de todos los estudiantes, procurando mostrarles otras alternativas, un futuro.
Sergio fue de esos docentes muy querido, con él motorizando viajes, muchos grupos de estudiantes y docentes pudimos participar de encuentros de pintores… ¡Allá íbamos!
Algunos valientes viajaban en la furgoneta Volkswagen, despacito, como podía…
Cuando la Escuela de Artes festejó 80 años, un grupo pintó en la calle una recreación de esos viajes. Montoya ya estaba jubilado, pero seguía presente en el espíritu de la comunidad educativa.
Fue diseñador gráfico en sus inicios, pintor hasta sus últimos momentos y maestro siempre.
Un docente y director comprometido con su escuela. Un colega paternal y querible.
Sergio sigue estando en el recuerdo de todos… y se nos dibuja una sonrisa.
Fabiana Romano, directora de la Escuela de Bellas Artes Emiliano Gómez Clara
Ser humano
En un momento de ayer los colores del paisaje perdieron nitidez, se desdibujaron los volúmenes y enloqueció la perspectiva. Me avisaron que había muerto Sergio Montoya, un maestro de la plástica que quizás no fue lo suficientemente valorado en la ciudad.
La última vez que lo vi fue en la puerta de su casa. Habíamos estado charlando en el garaje convertido en taller. Tan puntilloso con sus obras que no quería entregarme un cuadro si no lo enmarcaba él mismo, razón que me hizo visitarlo varias veces. Y conversamos de conocidos, de pintores locales, de afectos. Luego miramos las pinturas que tenía en ese espacio ganado por la plástica mientras su combi dilataba una espera en el jardín. Me mostró paisajes capturados por su gran capacidad técnica. Me decía “mi cabeza ya no funciona como antes. No he logrado reponerme del todo” -había tenido un episodio de salud en Salta, donde vivía su hija-.
Charlamos de los frutos de granada que solía llevar de la casa de mi madre, de lo hermosas que son para pintarlas. De la imprenta que supo tener… De su trabajo docente, de alumnos que habían dejado una marca en su corazón, como el caso de Fabián Lencina. De su hijo, cuya partida tanto le dolió. Me dijo que ya no enseñaba, que había cerrado el taller. Recordamos su paso por Bellas Artes, lo que significaba ser docente.
Nunca fui su alumno, pero lo conocí como maestro: lo vi comprar material para que algún estudiante pudiera continuar sus estudios, darles plata para que viajaran a un concurso cuando no los llevaba él mismo.
Seguro en estos días se escribirá acerca de sus aptitudes artísticas, profesionales, pero si algo tuvo Sergio fue una calidad humana inmensa. Tenía un hablar pausado, manos grandes y generosas que ofrecía con calidez. Nos deja un gran recuerdo y donde esté andará ganando jóvenes para la plástica.
Jesús Chirino