El del mar blanco

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El del mar blanco

Perdido en el olvido, el pueblito del norte mediterráneo hace de umbral de las espectaculares Salinas Grandes. Postales de otro mundo, entre desierto, nobles paisanos y flamencos rosadosp14-las-salinas

Escribe: Pepo Garay

ESPECIAL PARA EL DIARIO

Chispean las brasas hechas de ramitas y el tarro prehistórico y maltrecho potencia los calores. El viejo que alimenta el fuego en el amanecer manda la pava, elemento indispensable para darle vida al mate cocido, en compañía de gallinas y perros flacos. La postal se da en una casa con perfil de rancho, como las otras, las que rodean a la iglesia y al “centro” de San José de las Salinas. Uno de los pueblos más pobres de nuestra provincia, ubicado bien al norte, a 325 kilómetros de Villa María, a 50 del límite con Catamarca y a un suspiro de las reflexiones profundas.

Un destino insospechado que enmudece el alma del viajero. Ese que vuelve a contemplar las duras realidades de la otra Córdoba, la que reposa a varias décadas de la zona gringa y productiva y que guarda en los fondos, bien en los fondos, una maravilla poco vista por el grueso de los mediterráneos: las Salinas Grandes. Milagro prístino con dejos de espejismo, de los más extensos del mundo en su tipo. Tesoro natural nacido para los latidos y la contemplación.

 

El viaje, el lugar

El solo viaje hasta el descomunal mar salino argumenta la escapada. Desde la iglesia son unos 12 kilómetros por camino de tierra, olvidada llanura y abismos. Un recorrido apenas adornado de quebrachos, chañares y espinillos y de algún hachero venido de antaño, con el sweater apolillado y la carretilla estoica, buscando la leña que será pan. El anciano pasará las noches, acaso, en aquel ranchito parado en el medio de la nada y que al viajero, aquí y ahora, se le antoja el rincón más aislado del planeta Tierra.    

Después, se abre interminable ese lago que dependiendo de los factores climáticos dejará ver un manto blanco, y luego agua. Agua transparente, impoluta. Poquitos centímetros de profundidad sobre la sal, para caminar descalzo y tratar de ver hasta dónde llega el portento. Imposible tarea, toda vez que calza aproximadamente 200 mil hectáreas.

Entonces, la inmensidad. Entonces, la sorpresa: bandada de flamencos rosados, divinos y resplandecientes, disfrutan lo cristalino del asunto con sus largas patas, tanteando frescura. Muy cerca de los ojos del extraño forastero, que al intento de intimar provoca la lenta estampida de los bichos. Comprendido, pues: queda nomás el ver, el regocijarse calladito.

Allá, a lo realmente lejos, se adivina la presencia de la Reserva Monte de las Barrancas. Una isla que reposa en la plenitud del salar y a la que sólo acceden investigadores, los que estudian el comportamiento de guanacos, quirquinchos, zorros, liebres criollas, ñandúes, aguiluchos, halcones peregrinos, cuises, tortugas, yararás, ampalaguas y hasta gatos monteses y pumas, por sólo nombrar algunas especies autóctonas.

Acá, en la orilla, unos paisanos palean y palean y otros manguerean la tierra blanca, para que afloje lo que vienen a buscar, y que llevarán a la factoría vecina (al norte de San José). Sal, sal, sal. La del desierto. Eso, los flamencos y ya. O sea, poquito. O mucho. Depende del prisma de cada quien.  

Cómo llegar

Para llegar a San José de las Salinas desde Villa María hay que remontar la ruta 9 y antes de llegar a Villa del Totoral (75 kilómetros al norte de Córdoba capital) tomar la ruta 60 (dirección Catamarca). En total son 325 kilómetros. Una vez en el pueblo, hace falta agarrar el camino de tierra y arena que lleva al salar, en dirección este (unos 12 kilómetros más).

Otra forma de llegar a las Salinas (más sencilla, pero mucho menos encantadora) es continuar por la 60 hasta casi arribar a Lucio V. Mansilla (25 kilómetros). El mar blanco se extiende a la vera de la ruta, a mano izquierda (se recomienda no ingresar con el vehículo, ya que son comunes los empantanamientos).