Escribe: Normand Argarate ESPECIAL PARA EL DIARIO
Termino de leer el ensayo biográfico “Sobre Sánchez” de Osvaldo Baigorria en el vetusto bar Gavilán de Villa Pueyrredón, donde solía pasar sus últimos días el más secreto de los escritores argentinos; Néstor Sánchez. Tal vez tratando de invocar su sombra en las líneas rítmicas de una prosa que por momentos se tornan herméticas, incomprensibles, pero siempre hipnóticas: “Como un fantasma gris llegó hasta el hastío (pausa reflexiva sobre el subrayado) hasta tu corazón que aún era el mío (doble pausa autocrítica) y poco a poco te fue envolviendo (pausa ontológica) y poco a poco te fuiste yendo. Ni una sílaba más”.
Cuando en 1966 Sánchez publica “Nosotros dos” en la Editorial Sudamericana, Julio Cortázar afirma que nada mejor se había escrito desde Arlt y rápidamente su nombre se instala en la primera fila de la narrativa experimental. Al año siguiente aparece “Siberia blues”, una especie de jam session literaria, donde la construcción no tiene tanto que ver con lo argumental, sino con la construcción de un espacio y un tiempo donde las palabras actúan como un ejercicio de estilo extremo. Una entonación musical que incorpora el fraseo viscoso de la calle. La novela poemática que produce esa “irritación lectriz” como sugería su pariente espiritual, Macedonio Fernández.
En los primeros años de su juventud, Sánchez se destacó como bailarín de tango e incluso llegó a integrar el grupo de baile de Juan Carlos Copes en el Club Atlanta. El aire tanguero nunca lo abandonaría e impregnaría su voz. La agonía existencial en la condensación poética de cada uno de sus fragmentos destella como filosofía canyengue. La síntesis fulgurante de una escritura que se abolía en el instante mismo de su producción, para abrirse a un sentido de indagación metafísica.
Tras la publicación de aquellos primeros libros, la crítica literaria osciló entre el asombro y el desconcierto. Lector de la prestigiosa editorial Gallimard, tradujo a Céline, Klossowski, Claude Simon, Pavese, Michaux, Caillois, entre otros. Tuvo contactos con los nombres más insignes de su generación como el mencionado Cortázar, Gelman, Madariaga, Edgar Bayley, Enrique Molina y todo parecía augurarle un lugar cómodo en la galería de los hombres de letras. Sin embargo, Sánchez descreía del lugar común del éxito y el reconocimiento y en este sentido era intransigente. Denunciaba “la prosa de cámara” como impostura y el filisteísmo del negocio editorial, junto al oportunismo y la vanidad de los egos.
Iniciado como traductor del francés e italiano realiza un largo periplo por Europa, donde también le publican sus trabajos. Le otorgan la que será una de las becas más famosas entre los escritores latinoamericanos: la International Writing Program, de la Universidad de Iowa. No la resiste por más de cuatro meses y viaja a Caracas. Y luego a Roma. En 1969, “El amhor, los orsinis y la muerte”. De esta novela haría un guión cinematográfico, que luego de leerlo, Truffaut le diría: “Es un excelente guión para escribir una novela”. Mientras tanto, en 1970 prepara una antología de Cesare Pavese para Monte Avila de Venezuela. E instalado en Barcelona comienza a escribir su cuarta novela, “Cómico de la lengua”, auspiciada por Seix Barral. Tras aquellos viajes tanto a Chile, Venezuela y especialmente a Perú, descubriría la obra del místico armenio Gurdjieff y a partir de allí se acentuaría su tendencia al esoterismo, de forma tan absoluta que haría abandonarlo todo y sumergirse plenamente en la desposesión. El escritor de culto se vuelvo oculto y desaparece en la noche helada de Manhattan durante década y media, a punto tal que muchos lo dan por muerto llegando al punto de rendirle homenajes póstumos, y otros tanto lo olvidan. Dice Sánchez: “Dejé de escribir durante 15 años porque me encontré a un conocimiento sagrado que requería una humildad inédita”.
De aquella experiencia poco se sabe; que tuvo 90 domicilios en 12 años, que vagabundeaba como un linyera por el Central Park, que no escribió una sola línea, que aprendió a vivir con dos dólares por día, que caminaba incesantemente hasta destrozar sus zapatos, que cortó toda comunicación con su familia y amigos y que siguiendo las enseñanzas místicas de Gurdjieff comenzó a realizar todas las operaciones manuales con su mano cambiada. Dice Baigorria en su ensayo: “Cuenta el hijo que en esos años el padre aprendió a hacer todos los gestos habituales con la mano izquierda: escribir, empuñar el cuchillo para el corte de la carne, encender los cigarrillos. Pero no podía afeitarse sino con la derecha. Llevaba siempre un espejito, una navaja. Aun en la calle, se rasuraba a diario. Como linyera que se precie, sabía que lo único que debía mantener limpio a la vista era el rostro”. El propio Sánchez diría luego en un reportaje de la mítica revista “Cerdos & Peces” que para ser un lumpen había que tener conducta.
Al regreso al país, en 1986, se instala en su casa natal de Villa Pueyrredón, reanuda algunos contactos esporádicos con escritores y el aura romántica y marginal del artista que entendía la escritura como instrumento de conocimiento comienza a declinar. De cuando en cuando cae en el delirio ambulatorio. Es tratado y medicado y paulatinamente comienza a beber un poco más de la cuenta. Aquellos compañeros de extravío como Pound, Beckett, Kerouac, Daumal, Joyce comienzan a desdibujarse de su horizonte y en un último intento de salvación escribe “La condición efímera”. En algunos reportajes previos señala: “Estoy escribiendo un libro donde me autorizo a que aparezcan mis experiencias de 12 años de silencio. Por primera vez trabajo un material previo y le permito cierta cadencia narrativa”. En esas mismas notas anunciaba su despedida definitiva de la literatura. En sus últimos días, salía muy poco de su casa y cada tanto se encontraba con algún periodista que peregrinaba hasta su pequeña comarca para constatar la existencia viviente del mito. Alto, moreno, de gran contextura física, de un hablar grave y pausado simplemente decía al final: “Se me acabó la épica”. Falleció en su casa, en abril de 2003.
Coda
En el bar Gavilán muestro la foto de Sánchez al mozo, que no lo reconoce, pero me señala a un parroquiano solitario, hombre ya mayor habitué de siempre. Me acerco y pregunto. Trata de recordar el nombre mientras mira la fotografía y en un instante dice: “Ah, el Rulo”. Allí, en su memoria sigue siendo el Rulo, el muchacho de barrio que bailaba tangos. Me cuenta con tristeza el recuerdo de un hombre vencido, de maneras muy educadas y cada vez más silencioso. De pronto nos quedamos callados, como si ya nada más pudiéramos decir, mirando el ventanal a la avenida Mosconi. Es un día gris, un día para encontrarse con fantasmas.
Nosotros dos (fragmentos)
«En la radio antigua del compañero de pieza, cuando no cabían sobresaltos, buscaba a Beethoven y era un poco la conquista espiritual en el manual de sexto, el misionero de pie con el violín y los indios idiotizados en cuclillas. La primera cuarteta a la soledad, los años grises. Tenía en su poder dos tomos de Nietzsche manoseados por Eliseo, los pronósticos de las carreras para ese mismo sábado terminar con la estrechez económica, meterse a saco en las librerías de Corrientes. Se quedó hasta mucho más tarde sentado en la tribuna de Palermo sobre remolinos de papeles y con monedas en el bolsillo, allí decidió cambiar el reloj despertador. El martes por la mañana esperó su turno frente a la puerta del baño de la pensión, se afeitó achuchado. Otra vez en la pieza pudo agregar unas líneas en el cuaderno de reflexiones. Consiguió un corretaje de artículos para el hogar, empezó al mismo tiempo una larga novela donde el artista era condenado a un corretaje de artículos para el hogar. (…)
Todavía hoy puede ocurrir que me acerque a la ventana y apenas comprenda de qué forma han pasado todos estos años; por una especie de juego demasiado sutil, de fidelidad al recién llegado, algo en mí se resistiría a terminar con tus enaguas puestas a secar sobre la cocina de kerosén, con el sonido de tu orín en el bañito compartido».