Ubicado al sur de la península ibérica, pero en los papeles parte del Reino Unido, este país con tamaño de pequeña ciudad disfruta del doble estándar y de lo especial del caso. La figura del hermoso e imponente Peñón y el hechizo del mar
Escribe Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
Ingresar a Gibraltar produce sensaciones extrañas. Un puesto fronterizo hace las veces de aduana, espejismo en una Unión Europea carente de fronteras, y de repente el viajero aparece en Reino Unido. De España al patio de Isabel II, así, en un tris. El misterio tampoco es tal: la urbe es, en los papeles y con todas las de la ley (aunque no para las ordenanzas que gobiernan el sentido común), parte del territorio británico.
Sí, por esos lares, los 30 mil habitantes toman el té a las 5 de la tarde, piden permiso para todo y cantan el “God Save the Queen” cada vez que hay fecha patria. Hablan en inglés mechando castellano andaluz a su antojo y donde dijeron “ok” quisieron decir “‘ta bien” y viceversa. Sensaciones extrañas dijimos. Buena parte del encanto de Gibraltar radica en ello.
Lo otro, está en el paisaje. Un país/ciudad de apenas 7 km2 de extensión, de 6 kilómetros de largo por poco más de 1 de ancho, que se extiende en el sur de la península ibérica, rodeada de España al norte, y de agua en el resto: al frente tiene al estrecho con el que comparte nombre, al mar Mediterráneo al este y al océano Atlántico al oeste, y a Marruecos y el Africa indómita a la vista. Punto estratégico del mundo mundial. Figurita difícil que, dominada por una enorme y bella roca de 400 metros de altura conocida como el Peñón de Gibraltar, debe ser explorada.
Hablando de colonialismo
Antes, hará falta explicar que el lugar fue casa de romanos, visigodos, árabes y españoles, hasta que en un embrollo de guerras y tratados infames, quedó en manos británicas. La bandera del imperio flamea desde entonces junto a la roja y blanca local, en plazas y otros espacios públicos. Igual que en Malvinas. Igual que en otros tantos manoseados puntos del globo.
Pero a lo que íbamos, que si no, no hay papel que alcance. Caminando desde la “frontera” e incluso antes (cuando los pies se movían por la Andalucía áspera y vibrante), lo que se ve es el Peñón. Se dijo: 400 y pico de metros de altura sobre el nivel del mar. Una mole bellísima de roca salvaje que pareciera saber de su importancia, del lugar que ocupa. Escarpada, abrupta, entre gris y verde, llama a visitarle los lomos.
Aunque no todavía. Primero habrá que cruzar la calle principal y ¡una locura! El semáforo se pone en rojo, las barreras se cierran, pero no para que pase el tren, sino el avión: la avenida mayor es atravesada por la única pista de aterrizaje de la Nación. Así de apretado es el mapa de Gibraltar.
Tras ello, hay que recorrer el centro y ver como todo remite al Reino Unido, el orden imperante, la arquitectura vitoriana y sajona, los pubs que sirven cerveza de barril y pasan los partidos de la Premier League, las cabinas de teléfono coloradas, los hombres y mujeres de modales impolutos que dos por tres largan “Que caló, so hot”, “Buen día señó, good morning”, “‘Ta loco, you are crazy”, y el forastero alucina.
Los puntos álgidos
Después, en plan turístico, la visita prosigue con la Playa del Levante, la bonita Iglesia de San Andrews (St. Andrews Church, a esta altura es todo lo mismo), los Jardines Botánicos, la Mezquita Ibrahim-al-Ibrahim, el Cementerio de Trafalgar (recuerdo de la famosa guerra), la Cueva de San Miguel (una de las tantas que esconde el Peñón) y el Castillo de Los Moros (comenzado a erigir en el siglo VII, en época omeya).
Para el final, lo mejor. El ascenso al Peñón de Gibraltar, “The Rock”, la roca poderosa de la que ya se habló, se produce teleférico mediante. En la cima, el disfrute vive en una panorámica realmente impresionante, con el mar a sus anchas, Marruecos y sus montañas llamando, y el plano de Gibraltar latiendo a los pies. Y como si hiciera falta algo más, un danzar de macacos (los célebres macacos gibraltareños) se aparecen en el mirador y, peludos y desafiantes, se plantan frente al turista. Ni ingleses ni españoles. Los verdaderos dueños de Gibraltar deberían ser los monos.