Caminiaga, Santa Elena, El Churqui, Rayo Cortado, no hay pago como mi pago, viva el Cerro Colorado”, cantaba Atahualpa Yupanqui. Había nacido en la zona rural de Pergamino, provincia de Buenos Aires, pero su pago, lo dejaba más que claro, era el Cerro Colorado. Un lugar muy especial, dueño de un ambiente natural único, donde el cantor, el poeta, el genio, conectaba con su mundo, como en ningún otro rincón. Así que ahí mismo se levantó una casita, adonde entre mucho viaje por el globo, siempre volvía.
Hoy, la vivienda funciona como Casa Museo, remitiendo con su sencillez y leyenda, al legado de una de las figuras más destacadas de la cultura argentina. Son apenas un manojo de habitaciones repletas de fotografías, premios, documentos instrumentos, vestimentas y otros objetos personales de Don Ata. Pero lo que sobresale entre el material, es su aura, ese que da vueltas por los muros gruesos de piedra, navega por las copas de los árboles, se refresca en el río lindero y va a susurrarle cosas bonitas a las montañas, rojizas y cómplices ellas.
Abran la tranquera
El inmueble está ubicado a pocos kilómetros de la médula del pueblo (300 habitantes), rodeado de soledades y sierras, de naturaleza pura. Una tranquera hace de entrada (no podía ser de otra manera), y tras el estacionamiento, el sendero va dejando poemas de Yupanqui pintados sobre piedras. Llega inspirado el viajero a tocar la puerta.
Entonces aparece alguno de los que celan el tesoro, amigos de Atahualpa o hijos de estos, a dar la bienvenida y a contar todo lo que haga falta de aquellas reuniones hasta las mil de la madrugada y del carácter tan especial del Payador Perseguido, hombre introvertido y entrañable, cuentan. Se lo extraña horrores por el norte de Córdoba desde que se fue arriba, hace ya 23 años.
Con todo, felices están de mostrar el sitio y las joyas que lo inundan, una de las guitarras del folclorista, retratos varios (igual de conciertos dados en los teatros más importantes del planeta que de asados con los gauchos del pueblo), premios a mansalva, partituras, cartas y mensajes de músicos amigos (de Edit Piaf a Jairo, pasando por Silvio Rodríguez, Horacio Guarany y Víctor Jara, entre muchos otros), utensilios de la vida cotidiana, recuerdos de sus viajes. En el hall de ingreso y área común, destaca un piano con el que tocaba su amada esposa Paule Fitzpatrick, alias “Nennete”. En la habitación, bien campestre, hay que admirar los muebles originales del rancho (levantado a finales de la década del 50) y vestimentas de Yupanqui.
Completan el recorrido la biblioteca Pablo del Cerro (seudónimo que utilizaba Fitzpatrick para muchos de sus escritos), una sala de videos, el roble bajo cuya sombra descansan los restos de Don Ata y de su gran amigo, el bailarín Santiago Ayala “El Chúcaro”, y fundamentalmente, el paseo por “El Silencio”.
Se trata de un espacio separado por no más de 150 metros de la casa, cruce del Río de los Tártagos (que tiene cara de arroyo) mediante. En el descampado, las sierras se sienten más sierras, los arbolitos más libres, y el aire más puro, si cabe. Era el lugar elegido por el dueño de la estancia para pescar inspiraciones, que aquí le brotaban potenciadas, y a montones.