
Sentado en la primera fila de los tantos que esperan por llegar hasta la caja del Banco Nación, Oscar, un abuelo robusto, imponente, aunque con cara de bueno, levanta su mirada hacia la nada misma, buscando un lugar que no alcanzó a ver durante gran parte de la mañana que lo tiene allí, preso de la demora.
“Soy jubilado”, dice, como si fuera un condenado, mientras les pregunta a sus compañeros casuales de espera sobre el número que poseen para seguir en la fila; él tiene el 800 y pico y recién van por el 711.
Oscar tiene más de 80 años y cuenta que trabajó de jornalero, en el campo y luego de empleado estatal, durante seis décadas y media, siempre poniendo el lomo. Por eso se queja cuando en el banco no le permiten pasar al baño y se levanta, lentamente, para cruzarse a la estación de servicios del frente, poniendo en riesgo su turno.
“Siempre vengo a las 7 al banco, pero esta vez fui a la clínica, esperé una hora y me dijeron que no me podían hacer el estudio porque la máquina estaba rota”, se lamenta, mientras vuelve a remontar su mirada y pregunta la hora. Son las 10 y todavía no logró nada, a pesar de levantarse a las 6.30.
Podría decir lo mismo una señora septuagenaria sentada al frente, que cuando llega su hija para avisarle que su marido estaba en el café de la esquina, le responde: “Decile que se vaya nomás, que acá tenemos para rato”.
Los empleados del banco, mientras, tratan de hacer todo rápido para llegar al cierre. Un día antes (es decir, horas previas a otra jornada agotadora) habían tenido problemas para avanzar con la asamblea porque quisieron cerrar con vecinos esperando ser atendidos, desde hace un largo rato.
El paro bancario, que concluyó ayer, no sólo responde a las mejoras salariales, sino también al pedido de más empleados para soportar la demanda. Y en el medio de todo está el tiempo que se pierde, que no vuelve. Y el tiempo, a fin de cuentas, es el valor de todo.
En uno de los lugares donde más dinero se mueve en la ciudad, la gente desaprovecha su mañana solamente para ser atendida, la policía se ocupa de dar los números y acomodar “el ganado” para que todos pasen de a uno, sin desmadrarse (especie de ensayo general para un recital del Indio) y los bancarios -en su mayoría- andan con ganas de poco, “que si te atiendo con esta cara de culo, es porque siempre pasa lo mismo”. Y así, unos quieren salir de esa locura, cobrar y partir raudamente a sus quehaceres, mientras otros no ven la hora de tener la seguridad de una mejor remuneración para comprar más tiempo bonito, sabiendo que los banqueros tienen de sobra la posibilidad del placer.
Retrasados
Saliendo del banco, el trabajador que vende medias te pregunta si tenés un minutito para comprar un soquete, y a pocos metros nomás, pierden más de diez segundos los que necesitan cruzar la calle y no arriesgan ante los autos embalados que vienen por la Santa Fe y que doblan desde la General Paz, apurados por llegar a tiempo vaya a saber a dónde.
“Es más traumático cruzar los bulevares”, dice con razón una mujer con su bebé en una mano y una nena de cinco años en la otra. “Pero igual, peor la voy a pasar ahora en ANSES”, advierte, bajo un signo de resignación previa que deprime. Imagine a esos niños practicando paciencia nivel argenta.
De todas maneras, la señora zafa de otra espera, a centímetros de la sucursal de ANSES. No tiene que cruzar las vías justo en el momento donde el rey casual de la ciudad, el señor tren, se impone con su paso en una mañana de 30 grados, acompañado por la música de las bocinas de los histéricos que se frenan en Entre Ríos e Yrigoyen. “Mirá la hora que essssshhh”, grita un pelado de 55 años, aproximadamente, escuchando de fondo a Cadena 3 que dice: “¿El tiempo en Tierra del Fuego? 15 grados, Mario”.
Más adelante, superando la Mitre, por Entre Ríos, los comerciantes se lamentan porque las obras frenarán el paso habitual de los autos, aunque saben que los desagües serán vitales para no volver a sufrir con las lluvias. “Habrá que esperar”, repiten.
El vecino que se topa con las obras debe hacer el obligado “rulo” por otras manzanas, pero ese tiempo no es tanto como el que está pensando la mujer que va en el asiento del acompañante: “Si voy al súper, tengo que soportar una cola enorme para pagar dos mortadelas, aunque si elijo el kiosco de la esquina de casa, capaz que me tenga dos horas la chusma que atiende, que ahora se le da por hablar de política (habrase visto)”.
Las secuencias son repetidas, aunque forman parte de esta vorágine que se instaló en Villa María, donde el vértigo siempre supo manejar los conceptos de dilación, tardanza, prórroga, aplazamiento, atraso.
La ciudad que respetaba a rajatabla las siestas, ya no tiene tiempo ni siquiera para semejante lujo que parece no estar al alcance del dinero. Y en ese contexto, ha crecido en viviendas, en el parque automotor, en opciones educativas y hasta en propuestas culturales, pero detuvo el cronómetro para utilizar el cajero, cobrar un cheque, encontrar un lugar para estacionar o hacer cualquier otro trámite en el centro.
Lo sabe el pobre de Oscar, el jubilado, que esperó en el banco más tiempo del que merece descansar. Después de todo, según dijo, trabajó 10 horas por día, es decir que capitalizó con su hombro 187.200 minutos por año, lo que redondea en más de 12 millones de minutos a lo largo de su vida. Todo para cobrar una miseria que volará a modo avión, pero llegará en carreta.
J.M.G.