Escribe Pepo Garay ESPECIAL PARA EL DIARIO
Al centro-sur del país, el pueblo brilla con su fabulosa fortaleza hecha en adobe. Una ciudad amurallada que transporta en el tiempo, en un entorno de lo más exótico
Un espejismo. Ait Ben Hadu, antes que nada, es un espejismo. Después, en una indagación más profunda, se convierte en Ksar, al decir de los locales. O sea, una ciudad amurallada construida en adobe, en arcilla y piedra, con ese marrón anaranjado tan hipnótico, con esas torres amenadas, esos arcos ciegos, esas casitas amontonadas. Esa idea general de que si cae una lluvia buena, el complejo se desvanece, como arena entre las manos. Como un espejismo.
Ubicado en los territorios aislados y abrasadores de la provincia de Ourzazate, al centro sur del inigualable Marruecos, el ksar es un fiel ejemplo de la arquitectura presahariana, del predesierto. En los extremos del Alto Atlas (la impresionante cadena montañosa que atraviesa el país norafricano), donde los campos muestran quebradas suaves a los lados, y palmeras, datileras, higueras, naranjos y limoneros. Unos burros acá, cabras por el otro lado. Gente eterna con pañuelos a la cabeza. Pinturas insólitas.
Los reflejos de aquel modo rural se advierten en el pueblo, el Ait Ben Hadu “moderno”. Subdesarrollo de cabo a rabo, en un sentido occidental del término. Calles de tierra, perros flacos, pobreza evidente. Pero no hay riesgos en el andar, ni resentimientos. Uno se puede sentar a charlar alegremente con los paisanos. Y vaya si gustan del hablar los bereberes, etnia que domina esta parte de Marruecos, y que se caracteriza por su sentido del humor, el gesto amistoso, la buena vibra.
Igual que hace 400 años
En tal discurrir, pareciera quedar de lado la fortaleza, el tesoro. Nunca más lejos: la ciudad se aprecia al frente, al otro lado del río. Sus torres, de vuelta. Su espíritu en terracota, levantado por señores feudales allá por comienzos del siglo XVII. Sus pasadizos, aún habitados por un puñado de familias que templan la cotidianeidad en formas similares a como hacía la gente hace 400 años.
Ahí se mete el viajero. Un laberinto de puertas abiertas vigilado por la colina y las murallas, y por el agua que corre en frente. Ayer fue punto de defensa y posta ineludible para quienes transitaban el Valle de Ounila, desde el lejano Sudán hasta el cercano Marrakesh (ubicado al noroeste, a 200 kilómetros de distancia) y viceversa. Hoy, es una promesa viva, apenas mechada de habitantes, y de turistas (que no son cantidad, gracias a los cielos).
El recorrido incluye husmear las pocas casitas que mantienen inquilinos, hogar de mujeres que no dejan ver sus cabellos (en algunos casos ni siquiera la cara, por obra y gracia de los burkas), de hombres morenos y piel curtida y de niños que juegan y corren, trepando por las callecitas, riendo en las angosturas del terreno.
Entre los lugares “comunes”, destacan la plaza pública, la mezquita, las áreas donde antes se supo almacenar los granos de la cosecha, dos cementerios (uno musulmán y otro judío, que también anduvieron por estas latitudes los hijos de David) y el santuario de Sidi Ali. En la cima de la colina, las panorámicas del valle de Ounila son fabulosas.
Cuando ya se aspiró suficiente esencia del Marruecos medieval (muchas veces difícil de diferenciar del Marruecos actual, maravillas que ofrece el reino), el regreso al Ait Ben Hadu “Siglo XXI” (nunca vinieron tan bien unas comillas), viene con roída mesa de madera, tinglado haciendo juego, delicioso tajín de pollo (estofado servido en platos de barro cocido, con verduras varias, cítricos y aceitunas) y el infaltable té de menta. Lo devora el viajero sin darse cuenta, mientras la mirada sigue deambulando al otro lado del río.