A la vuelta del célebre circuito del suroeste italiano, el pueblo ofrece impresionantes vistas al Mediterráneo y encanto arquitectónico que mezcla herencias medievales, romanas y griegas
Escribe Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
En el suroeste de Italia, el viajero con ganas de milagros se sentirá en plenitud. Acariciando la célebre Costa Amalfitana, podrá disfrutar de unas vistas como en ningún otro rincón terráqueo, las que convidan pueblos trepados a las escapadas quebradas costeñas que lindan con el Mar Tirreno. Un espectáculo único el de los azules del mediterráneo, planchados en alfombra líquida e intensa, y galardonados de construcciones de colores, italianas hasta la médula, rebosadas de siglos, igual que los viñedos y los terrenos de pastoreo, que se posan logrando la mejor acuarela.
Prácticamente en el inicio de ese circuito excepcional, patrimonio de los habitantes de la campaña (cuya capital, Nápoles, mira todo desde cerca), primero, y de la humanidad, después, surge Sorrento. Un hermoso municipio que se torna en parada obligada, por lo estratégico de su ubicación, y por las beldades con las que corteja al visitante de turno.
Panorámicas de peso
Ni bien llegado, el foráneo se dirige a los extremos occidentales del poblado, donde una calle sube y desciende sin temor a los mareos, y ofrece impresionantes vistas del golfo de Nápoles y escapadas hacia el cercano golfo de Salerno, alma y vida de la Costa Amalfitana. Entonces florece el azul intenso, las panorámicas infinitas bendecidas por el astro rey, los reflejos en la superficie e incluso la Isla de Capri (una perla accesible desde Sorrento vía barcos de pasajeros), el mítico Vesubio (gigantesco volcán que un día, hace dos mil años, decidió enterrar a Pompeya a fuerza de lava) e incluso la figura destartalada y magnífica de Nápoles.
Aquello se aprecia diáfano en Villa Comunale Park, al son de músicos callejeros, de restaurantes y hoteles, y de turistas (gentío que muchas veces se torna en molestia), dispuestos a gozar de la escena igual que uno.
Menos generoso en postales marítimas, pero muy resuelto en mostrarle joyas arquitectónicas a quien lo pida, el centro presenta un plano que se posa en las alturas. El trazado original le corresponde a los mismísimos romanos, quienes dejaron su huella en las líneas generales del tesoro. Aquí, brillan callecitas angostas vestidas de casonas lungas y añejas, multicromaticas y de balcón, que se juntan en piazza (plaza) Tasso, corazón de la localidad.
Entre jardines de cítricos, el paseo por los escondrijos de Sorrento lleva a conocer reliquias como la Catedral (cuyo interior rebosa de construcciones y piezas originales del siglo XVI), la Basílica di Santo Antonio, la Chiesa (iglesia) di San Francesco (de influencia árabe) y las murallas del siglo XVI. El aire, por estos lares, huele a medioevo y a antigua Roma (cuando Sorrento era Surrentum, y los paisanos contaban historias de sirenas locales que hacían a la perdición de los marineros) y antigua Grecia (que los helenos también anduvieron por estos parajes).
Abrazos al mar
Luego de los mimos con el legendario cemento, habrá que buscar abrazos directos con el Mediterráneo en las cercanas playas de Marina Grande y Marina Picola.
La primera es la más popular, con restaurantes que ofrecen pastas y frutos de mar con vistas a las olas.
La segunda, apenas menos concurrida, cuenta entre sus glorias las excursiones de buceo. En la a su vez litoraleña Punta del Capo, en tanto, se encuentran más restos romanos. Algunos de ellos, igual que los dejados por los griegos, descansan a la vista del público en el céntrico Museo Correale.
Para el final queda un nuevo vaivén por los faldeos urbanizados, para llegar al pequeño puerto y, acaso, sacarse un pasaje a Capri. O no. O mejor invertir el tiempo en seguir disfrutando del circuito con rumbo a Positano, a Ravello, a Amalfi… a Costa Amalfitana, que aguarda las miradas espléndidamente.