Escribe Franco Gerarduzzi
En “Los diarios de Emilio Renzi”, Ricardo Piglia se pregunta: “¿Cómo se convierte alguien en escritor o es convertido en escritor?” Y responde: “No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro)”. Si nos preguntásemos cómo se convierte alguien en fotógrafo, la respuesta, posiblemente, sería la misma.
En la Usina Cultural, la serie “Allí mis pequeños ojos” cuelga de las paredes, apenas alumbrada como por un sol escondido. Al título, Guillermo Franco, lo tomó prestado de uno de los poemas del libro “Poeta en New York”, del español Federico García Lorca, que dice: “…en el sitio donde el sueño tropezaba con su realidad. Allí mis pequeños ojos”. Así, como una lluvia que deshace la confusión y el alboroto del enredo citadino, nos revela los silencios que transitan, ocultos, su ciudad: Córdoba. Pero no importa si es la capital cordobesa o cualquier otro punto del país y del mundo. Lo que importa es mirar.
Estamos en un café en el Parque de la Vida. A través del vidrio mira a los niños que juegan. Los contempla, casi como si fuera a convertirse en uno de los pequeños. Y de repente, lanza con su voz pausada: “El periodista español Ramón Gómez de la Serna decía: ‘No soy ni un pensador ni un escritor; soy un mirador’”. Se calla. Y entiendo que él, tal vez, antes que fotógrafo, sea tan solo eso: un mirador.
Es, desde hace 16 años, programador en el Cineclub Municipal Hugo del Carril. Le gusta tocar la batería y corre maratones. No utiliza redes sociales ni celular. Como un buen mediterráneo, me cuenta, ve el mar y llora. Durante el trayecto hacia su trabajo, va junto a su amiga -la cámara analógica-. No saca fotos, sino que fotografía. “Uno no le saca nada a nadie”, me dice. Y agrega: “La estadounidense Dorothea Lange dijo que la cámara de fotos es el instrumento que nos enseña a mirar sin la cámara”.
Lo imagino recorrer, con sus ojos cinematográficos, cada espacio de su ciudad como si estuviera en un laberinto. Lo imagino enfocar con la precisión del instinto. Lo imagino disparar con cada latido. Lo imagino resguardar, como a un hijo, su mirada: el patrimonio de los fotógrafos.
Cinefilia
Cuando era chico, mi tía me invitaba a su casa. Con mi prima Giselle, su hija, tenemos, aproximadamente, la misma edad y pasábamos mucho tiempo juntos. Cuando terminábamos de cenar, momento en el que empezaban las películas, mis tíos prendían el televisor y me sentaban en la mesa con un pote de dulce de leche. Hasta que no me comía un tarro de medio kilo, no me paraba. Es decir, mi cinefilia se alimentó a base de dulce de leche.
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El amor por el cine me hizo calentar butacas más de lo normal. Mis ojos, mi corazón y mi pensamiento se educaron mucho más mirando películas que en los colegios y las universidades.
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Siempre digo que hago algo que le gusta a todo el mundo: mirar películas.
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Todos los días de mi vida veo al menos una película y, al día de hoy, después de 20 años, me siento afortunado de poder hacerlo, vivir de ello y de que me siga gustando tanto como al principio.
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No he elaborado un concepto sobre lo que es el cine. Sí he robado ideas de otros. Jean-Luc Godard dice: «El cine es la vida a 24 fotogramas por segundo». Alfred Hitchcock señala: “‘El cine no es un trozo de vida, sino un pedazo de pastel’”. Samuel Fuller destaca: «El cine es emoción». Esta última, quizá, sea la definición que más me gusta.
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Si tuviera que explicarlo diría que es una forma de pensamiento. Pensamos en imágenes en movimiento, con sonido, y desarrollamos nuestra inteligencia. Es una herramienta de aprendizaje que tiene en lo emocional, su pie más importante.
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Si el cine son 24 fotogramas por segundo y una película dura entre una hora y media y dos, la cantidad de fotos que vemos cada vez que miramos una película, es inmensa. A veces hago un ejercicio que es el de ver una película y detenerla en un fotograma que considero que está bien compuesto desde lo técnico, pero que también es altamente significativo. Así me lo paso mirando películas que no terminan nunca.
Lo analógico y el uso del blanco y negro
Mis manos y mi mirada están habituadas a la cámara analógica porque así aprendí a fotografiar. No considero que sea mejor que la digital. Me gusta mucho fotografiar y no ver en el instante lo que he fotografiado. Me gusta retenerlo en la retina y en la memoria durante un tiempo. Es por ello que la cámara analógica sabe guardar secretos.
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El hecho de no ver la imagen hasta que la revelo no me genera ansiedad. Más bien, todo lo contrario. Me hace más mágico el instante de la toma fotográfica. Convivir con una imagen, no necesariamente implica tener que verla impresa o en una pantalla.
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Henri Cartier-Bresson decía: «Fotografiar es poner el corazón, el pensamiento y los ojos en el mismo punto de mira».
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Me acostumbré al blanco y negro porque, en la época en que estudié fotografía, aprendí a revelar de esa manera. Me permitía tener un control sobre la calidad última de la imagen. Además es un lenguaje con una capacidad expresiva importantísima y así eduqué mis ojos.
El acto fotográfico
Para cada fotógrafo habrá una definición diferente sobre lo que es una buena fotografía. No hay un consenso. Josef Koudelka nos enseñó que una buena fotografía es un milagro. Esa explicación, tan mágica y misteriosa, es encantadora.
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Es más importante salir a fotografiar que conseguir una buena fotografía. Las vivencias que uno tiene en la calle y en la ciudad son emocionantes. Tocan sensibilidades y recuerdos.
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Si nos proponemos fotografiar solo lo esencial, vamos a pasarnos la vida pensando qué es lo esencial y no lo vamos a capturar. La fotografía es una herramienta limitada. Hay bellezas que no puede aprehender. Sin embargo, existe. Es real y verdadera como la vida.
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Muchas veces los fotógrafos piensan dónde está lo nuevo. Tratan de ver más allá. ¿Qué es lo novedoso? ¿Qué es lo vanguardista? No recuerdo quién -pero algún fotógrafo seguramente- dijo que lo nuevo está atrás en el tiempo. Hay que buscarlo en los que nos precedieron.
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No sé qué es un artista. Sí sé que no me siento como tal ni como un documentalista. Salgo a fotografiar y me siento cómodo con el apelativo de fotógrafo. No hablo de documentar porque la fotografía es pura apariencia. Mis imágenes son el fruto de mi imaginación. En todo caso podríamos hablar de testimonios. No me animo a darles el status de documental.
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Convivo en una ciudad de varios millones de habitantes y me gusta que, cuando alguien ve mis imágenes, se vea reflejado. Hago mis fotografías en un espacio y en un tiempo. No puedo escaparle a ello. Me gusta mostrar lo que somos. Y somos eso que vivimos a diario.
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Me gustan las fotografías que tienen encarnadura humana. Casi todas mis fotos muestran una persona o una huella suya.
Fotografía callejera
Es la que siento más próxima porque me permite mostrar mi entorno. Pero a la vez, me gusta pensar que uno también lo moldea. Cuando interactúo con lo que me rodea, me nutro y hago fotografía. No viajo a lugares exóticos, recónditos y distantes a fotografiar lo desconocido. Me gusta captar aquello de lo que soy parte.
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Cuando salgo a la calle, mi programa es no tener programa. Lo único que sé es que tengo que llegar a mi trabajo y que, en el camino, lo que me conmueva y me haga vibrar y preguntarme cosas, va a ser motivo de mi mirada, de mis encuadres y de mis fotografías.
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Cuando uno ya ha hecho las fotografías -muchas de ellas de manera intuitiva- y las reúne, inicia un proceso de reflexión más racional. Pero en la calle, muchas fotos se hacen sin saber acabadamente por qué.
La calle
Perdí el miedo a que me roben la cámara. En el peor de los casos, si me la robaran, creo que está terriblemente amortizada. No uso cámaras caras.
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Si alguien quiere hacer fotografía en la calle, le sugiero que haga dos ejercicios: uno consiste en salir a la calle con una cámara. Hay que romper ese temor a que te vaya a pasar algo. Lo segundo tiene que ver con mirar a las personas sin la cámara. Salí y miralos. Si no te animás, menos aún vas a poder fotografiarlos.
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Respecto a las fricciones que se dan en la calle, siempre digo tres cosas. En primer lugar, soy muy respetuoso con las personas. Si veo que alguien no quiere ser fotografiado, no lo hago. Otro aspecto se relaciona con que confío enormemente en las buenas intenciones de mi trabajo. Sin embargo, las otras personas no tienen por qué conocer mis propósitos. Y lo tercero es que si alguna imagen de las que hice, molesta, no dudo en descartarla. Así como dije que al momento de las tomas trabajo muy intuitivamente, luego tengo un tiempo prolongado de reflexión. Y si considero que algunas de las fotos pueden herir, deshonrar o perjudicar a alguna persona, las elimino.
Muestras
No es que no me gusten las exposiciones. Lo que sí digo es que es más intenso fotografiar que mostrar lo fotografiado. Es decir, la vivencia fuerte la tengo en la calle. Si después eso deviene en buenas fotografías, bienvenido sea. Pero si no resulta de ese modo, a la vivencia no te la quita nadie. Tengo muy buenos actos fotográficos que no se han correspondido con buenas fotografías.
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Las muestras me permiten convidar mis imágenes y ponerlas en comunión con otras personas. Y esas personas siempre han sido gentiles, generosas y me han alentado a seguir haciéndolo. Sin embargo, si ese aliento no existiera lo seguiría haciendo. Salir a fotografiar me nace. Es una necesidad. Siempre digo que vivo de la fotografía, en el mejor sentido de las palabras “vivir de”. No trabajo como fotógrafo, no vendo mis fotografías, no las envío a concursos, no persigo premios.
Referentes
Siempre me gustó mucho un fotógrafo norteamericano llamado Garry Winogrand. También me gustan el francés Robert Doisneau, la estadounidense Helen Levitt y el checo Viktor Kolář. Jorge Aguirre, que ya murió, es mi fotógrafo argentino predilecto. Hizo una sola muestra en toda su vida y tenía un radio de raid fotográfico muy acotado por las calles de Buenos Aires. Se cuenta que iba con un libro de Borges bajo el brazo y la cámara de fotos en el otro. Era un observador de la ciudad y poseía una sensibilidad exquisita. Lo admiro mucho.
A lo lejos, Guillermo Franco desaparece. Y me quedo pensando que los fotógrafos no van a cambiar el mundo. Pero sí la manera en que se lo mira.