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Hecha de río, hecha de historia

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Hecha de río, hecha de historia

Recostada sobre uno de los afluentes vecinos al Paraná, la pequeña ciudad disfruta de las postales típicas del litoral, con playas y mucha pesca. El legado de los jesuitas, y de los indios mocovíes

p18 San Javier 3Escribe Pepo Garay

ESPECIAL PARA EL DIARIO

Tan grande y caudaloso es el Paraná, que sus aguas indomables se ven obligadas a desbordar en otros ríos, como el San Javier, que hereda la esencia del gigante y se la contagia al municipio al que le da nombre. Así, San Javier se perfila como un destino ideal para quienes gustan de los paisajes del litoral, de riachos, islotes, follaje abundante y amaneceres de pájaros y peces.

Al mismo tiempo, la localidad santafesina seduce a aquellos amantes de la historia e incluso la antropología. Y es que aquí funcionó una de las tantas misiones jesuíticas desperdigadas por la Mesopotamia. Unos 450 kilómetros al noreste de Villa María, los indios mocovíes que todavía doman campos y urgencias, prestan testimonio.

 

Conexión con la correntada

Para llegar a San Javier hay que pasar primero por la ciudad de Santa Fe, y una vez allí encarar por la ruta provincial 1. Una carretera agradable y dicharachera, que ya en el inicio del trayecto, con las barriadas de escenario, deja palpitar la intrínseca conexión entre el pueblo santafesino y el río. Se ven las lanchas, las cañas de pescar, los comedores que en vez de tira de costilla y chinchulín ofrecen unos sábalos grandotes, para ahogarlos en limón y darse la panzada. Todo al ritmo de la infaltable cumbia, hermana de las aguas y de los que las surcan día a día.

Así seguirá la onda durante el resto del trayecto, con los verdes cada vez más verdes, con momentos de espectaculares arboledas para echarse a la sombra, con el rostro del río que se asoma aquí y allá, y más allá de vuelta. En el aterrizaje a San Javier, los juegos del llamado “Camino de la Costa” ya han sido aprendidos, y toda esa mística del Paraná y sus discípulos, absorbida de cabo a rabo.

Entonces, la aldea se abre para mostrar su afluente, sus playas de arena, su ribera repleta de paraísos. Viborea el agua por sectores, y a veces se vuelve más ancha y extrovertida y a veces más compleja y enrollada. La alegría, en todo caso, es de los que llegan a disfrutar de horas y horas de pesca, en lanchones, en ojotas, en mate. Porque la corriente viene generosa en surubíes, en bogas, en pacús, en dorados, en los citados sábalos, y en tantos otros bichos bellos y sabrosos.

Lo de echar la caña se da todo el año, aunque es en invierno cuando toma cada postal. Momentos en que las cabañas y hosterías se llenan de hombres en viaje de amigos. Más de familia son los veranos, de momentos para clavar sombrillas y tocarle el alma a la región.

 

Referentes del pasado

Pero no sólo de río vive San Javier, ya se dijo. Fundado en el meridiano del Siglo XVIII, la ciudad nació por gracia de los últimos jesuitas en América, quienes aquí crearon una reducción de aborígenes mocovíes. De aquella época son los tesoros que cobija el bien pertrechado Museo Parroquial, emprendimiento que también recoge elementos precolombinos.

Menos antiguas, aunque todavía añejas para los ojos de la posmodernidad, son las viviendas de principios del Siglo XX que se cuentan en buen número a lo largo y ancho del centro. Con todo, el mayor referente en términos históricos lo corporiza la Parroquia San Francisco Javier, de fina estampa y levantada con el aporte constructor de los mocovíes en la segunda parte del Siglo XIX.

Mocovíes dijimos, y como no enaltecer su impronta. Esa que todavía palpita en los rancheríos de los campos, desde donde surgiera unos 100 años atrás lo que se considera la última revuelta de su raza, acabada en penares. También en el Monumento al Pueblo Mocoví, hecho de troncos, y en los objetos elaborados por maestros artesanos de sangre indígena. En ese sentido, destacan los productos de alfarería, muchos de ellos engendrados en el Taller de Arte Aborigen Mocoví.