Por el Peregrino Impertinente
“No pienso estar enero en Pinamar, no me excita cagar en el mar. Que tentación yo me voy al Bolsón, reservé por ahí una gran suite”, canta Calamaro en “El Salmón”, evidenciando un rapto poético sólo equiparable al que experimentó Damián Córdoba cuando escribió “Se viene el día, viene el día, viene el día, se viene el cambio, con alegría”, y que provocara que 7 de cada 10 villamarienses iniciaran acciones legales contra Dios.
Pero no nos vayamos por las ramas, dijo Donkey kong, que lo importante aquí era hablar de El Bolsón. O mejor dicho, de su talante bohemio, que lo convierte en la primera y más célebre localidad hippie de la Argentina.
Fundada en el año 1926, la pequeña ciudad chubutense empezó a hacerse conocida desde principios de la década del 60. Entonces, cientos de personas fueron asentándose en el por entonces pueblo patagónico, hallando allí todo lo que no encontraban en los grandes centros urbanos: paradisíacos paisajes de montaña, paz infinita y ausencia de tipos que te rompen el parental derecho con un matafuego por no poner el guiño.
La mayoría de estos foráneos eran gente de espíritu libre, los llamados hippies. Los que elegían una existencia basada en el contacto con la naturaleza, el respeto por el medio ambiente, la vida en comunidad y el rechazo al consumismo. Al respecto, Juan Carlos Empepardi, pionero del movimiento, comenta: “¡Mirá esa libélula, man! Es azul, pero de un azul distinto a los otros azules… como más azulado”.
Hoy, El Bolsón continúa disfrutando de ese perfil tan peculiar, aun cuando la mística se haya perdido un poco. Se da cuenta uno al ver a un grupo de hombres y mujeres en rastas y coloridos pantalones reunidos en la plaza central, fumándose un iPhone.