El pasado 3 de junio, una vez más nos encontramos concentrando esfuerzos para concientizar sobre el flagelo de la violencia de género.
Mi aporte intenta circunscribirse en la violencia de género que sucede generalmente en el marco de una relación entre un varón y una mujer. Para comprender un poco más estos fenómenos que aquejan a nuestra sociedad, debemos ampliar la mirada. Debemos pensarla como un emergente de las relaciones de poder dentro de la familia y del aprendizaje que desde niños construimos en ella, que aparecen manifestadas en conductas de hombres y mujeres determinadas, conjugándose así lo social con lo individual.
En la violencia de género, por lo general, el varón resulta ser el perpetrador o agresor. Hace un uso abusivo del poder. Muchos estudios demuestran que la violencia masculina está atravesada por legitimaciones culturales que proceden de los diferentes modelos de socialización para hombres y mujeres. Esto es de la adquisición en nuestra cultura patriarcal de la denominada identidad de género. Entonces, es posible afirmar que esta violencia surge como respuesta a las diferencias entre las expectativas no satisfechas que un género ha depositado en el otro.
Sociedad patriarcal
Nuestra sociedad occidental es androcentrista y patriarcal. Esto quiere decir que lejos de interpretar las diferencias entre los sexos como meras diferencias, ha distribuido entre ellas un valor más positivo para lo masculino, y más negativo para la feminidad, haciendo de lo masculino un valor más universal. Esto puede fácilmente identificarse en el modo en que está construido nuestro lenguaje.
A nivel más individual, podríamos decir que en el hombre maltratador falla una diferencia fundamental, la que debe establecerse entre lo que es un objeto y lo que es un sujeto. Si bien en un niño pequeño esto suele estar indiferenciado, deben ocurrir ciertos acontecimientos en su crianza que le permitan establecer esta diferencia. Sin embargo, en muchos casos esto no sucede, entonces triunfa la consideración del otro como objeto. Además, se producen fallas en lo que en Psicología llamamos el proceso de individuación. Para definirlo de una manera simple, sería que en el hombre persiste un sentimiento de simbiosis. Es decir, siente a la mujer como un objeto como parte inseparable de su identidad. Por eso, siente su pérdida como una devaluación narcisista (pérdida de valor de sí mismo) insoportable.
Lo individual, tiene mucho que ver con la historia de ese hombre. Algunas investigaciones plantean que esa falla en lograr la individuación está relacionada al sostenimiento de sentimientos de un objeto materno todopoderoso. Como que no pudieron reducir o relativizar el poder de la madre ni reconocerla como sujeto de necesidades y deseos propios. No hay un aprendizaje, ni una representación de la madre como sujeto, y la mujer que viene después es pretendida en parte porque viene a ocupar ese mismo lugar de objeto que calma, que responde literalmente a las expectativas de omnipotencia del varón angustiado.
Muchos estudiosos explican que la dificultad de los hombres violentos radica en la imposibilidad de reconocer su íntima dependencia de su compañera, porque este reconocimiento se vive como una amenaza a su propia representación de la virilidad, y su identidad masculina.
Estas consideraciones se relacionan a una negación de la culpa que sigue a la violencia. El maltratador parece justificar: «No soy yo, sino ella» quien fracasa en el apaciguamiento.
Otra manifestación de la dificultad de reconocer a la mujer como un sujeto autónomo es inhibir el lenguaje, que aparece como innecesario: si el objeto está dentro de uno mismo, no hace falta articular palabra para que atienda. Pero por más que se pretenda tal cosa “el objeto” está afuera, y la frustración consecuente con este hecho siempre adviene. De esta manera, aparece en el hombre violento un intenso sentimiento de frustración por la imposibilidad de «dominarlo» por entero. Esto es tan así que suele producir el paso a la actuación: la violencia.
El hombre violento
Es necesario que entendamos que el hombre violento es un hombre identificado con los valores machistas de la masculinidad, es decir, vive como egosintónica (aprobación) su parte violenta, dura, agresiva, fuerte. Es muy común que tenga desarrollada la capacidad de empatía, de identificación con el otro para lograr que logre comprenderlo. Sobre todo si es un hombre. Sólo la remota idea de tener que hacer una renuncia a la violencia simbólica y/o física hacia la mujer suele despertarle un temor a una feminización de sí mismo, al aceptar valores tradicionalmente asignados a las mujeres: comunicación, diálogo, cuidados.
Es común que el hombre violento sea percibido como un hombre bueno, porque ha desarrollado determinados aspectos de su identidad adaptándose a las normas sociales, que puede verse en sus logros profesionales o en sus relaciones con otros hombres, pero que permanece ligado a un objeto (que viene a estar representado por la mujer elegida) con características de dependencia simbiótica que no puede reconocer. Para sostener esta situación ha debido escindir dos partes de sí mismo que son irreconciliables. Ninguna de estas dos partes quiere saber de la otra, de la que está separada, porque es contradictoria con ella. La dependencia del hombre maltratador de la mujer objeto de su amor no puede ser reconocida por él, por la amenaza que la dependencia implica para su masculinidad, pero sí actuada en el circuito de la violencia. Esta dependencia reprimida y luego separada ha dejado su huella en una inseguridad que forma parte del carácter de estos hombres, de la que se defienden adoptando formas autoritarias y machistas.
El reconocimiento de esa parte maldita, dependiente del objeto, pues recupera con él parte de su narcisismo, amenaza una virilidad basada en la adopción de conductas de «hombre».
Por su parte, podemos pensar en las mujeres que soportan los malos tratos sin romper el vínculo, o que, a pesar de intentar romperlo, permanecen en él ante el temor a hacerlo realmente. No obstante, debemos diferenciar aquellos casos donde a veces, en la elección de la pareja, ocurren errores, o fallidos, pero tarde o temprano (o más temprano que tarde) hombre violento encuentra en esta mujer a alguien que en algún punto o momento no responde más a la victimización como él espera, rompiendo la relación apenas se repiten los primeros episodios de violencia.
Sin embargo, los estudios sociológicos más difundidos expresan que existe alrededor de un 30% de mujeres maltratadas y aproximadamente un 50% de ellas sigue viviendo con su pareja.
En estas mujeres suele observarse una especie de vacío interior, una precariedad de contenidos psíquicos que responde a una historia donde su «experiencia subjetiva» ha sido sistemáticamente negada para adaptarse a las demandas de otro (madre/padre, posteriormente el marido), como viene preestablecido en las expectativas de género asumidas. Este vacío le resulta más intolerable que la dependencia de un hombre que la maltrata. También debido a su propia historia familiar previa, ella interpreta como un acto de amor y de dependencia. La mujer percibe la debilidad del otro y se coloca frente a él como una prótesis, un sostén, un refugio, y en ese acto satisface los íntimos anhelos de su feminidad patriarcal.
Es común escuchar en ellas que el sufrimiento actual es más tolerable que el sufrimiento fantaseado de la separación. En sus palabras podemos identificar los rastros de una historia donde se ha producido un largo trabajo de negaciones sistemáticamente sobre sus posibilidades de elección, de manera que su subjetividad se ha visto dañada al negársele la experiencia propia, las palabras para nombrar sus sentimientos. Estos quedarán sin identificarse muchas veces, afectos sin representación que se expresan en forma de angustia, una angustia que se aminora al proponerse como objeto de otro y responder así a las expectativas de género que suplen con una identificación imaginaria su falta de subjetividad.
A pesar del dolor actual, la mujer maltratada permanece ligada al maltratador porque el reconocimiento de la realidad total del hombre y la separación conllevaría para la mujer la pérdida de una parte importante de su razón de ser, ligada a él, a una sensación de vaciamiento o mutilación que le resulta intolerable. Es esta pérdida la que está en el origen de la deseada reconciliación. La fase de luna de miel tiene un efecto de seducción en la mujer (aumentando su narcisismo: él la ama) hasta llegar a un aumento de sentimientos positivos, olvido selectivo, separación de la parte mala del otro, etcétera. Es aquí donde cabe interpretar la percepción que las propias mujeres tienen de haber «provocado», a veces, el episodio de malos tratos. Para disminuir la tensión, la mujer puede anticipar la crisis, en un esfuerzo por controlarla y provocar así, no sólo la violencia, sino la calma que le precede.
Existe un amplio consenso en considerar que esta actitud de la mujer tiene que ver con su identidad de género, con la idea de feminidad que la sustenta, adquirida a través de generaciones de mujeres, y en cómo esa identidad comporta determinados ingredientes que van a facilitar su posición como objeto del hombre y su consecuente pasividad.
Entonces, más allá de las conquistas alcanzadas en cuestión de derechos de las mujeres, parece que aún queda mucho por promover por su libertad de elección y reivindicación subjetiva.
Aún resulta necesario comprometernos con otros modelos de género, alternativos al androcentrismo y patriarcado. En ello todos podemos hacer algo, con nuestros niños, nuestras parejas, en nuestro trabajo, en los deportes, etcétera. Tenemos que comprender de una vez que esto no es una simple cuestión de perspectivas o ideologías, en esto se juega la reproducción de la violencia de género y la gran cantidad de secuelas deteriorantes que ésta implica para nuestra sociedad.
Hoy, volvemos a decir: Ni una mujer menos, ni un hombre violento más.
Lic. Pablo Sebastián Arriaga (MP 4818. Presidente de la Delegación “A” Regional Villa María – Colegio de Psicólogos de la Provincia)