Vecina al Mount Blanc, el pico más alto del viejo continente, esta elegante aldea de montaña se ve requerida todo el año. Caminatas en verano y esquí en invierno, con los espectaculares Alpes en el patio
Escribe: Pepo Garay (Especial EL DIARIO)
Chamonix tiene apenas diez mil habitantes. Sin embargo, goza de un intenso movimiento todo el año. Es el que le imprimen las avalanchas de turistas que se acercan al centro oeste de Francia para disfrutar de los encantadores paisajes que ofrece la Alta Saboya, y las actividades en torno a aquel regalo. Caminatas y picnics al aire libre en verano. Esquí y chocolate caliente junto a la chimenea en invierno. A los pies del Mount Blanc, casi al límite de las fronteras con Suiza e Italia, los días se pasan “magnifiquement”.
Bajan los aires afrancesados por las laderas, dando ambiente refinado a la aldea y al largo y estrecho valle. Con todo, la influencia del país galo está algo erosionada en estos lares. Primero, porque Saboya siempre fue una región culturalmente independiente del resto del país, con su propia historia y sus propias tradiciones. Segundo, porque el meneo turístico que genera, la ha llenado de visitantes provenientes de toda Europa (fuerte presencia de ingleses y alemanes), y de países del primer mundo, muchos de los cuales resolvieron echar raíces.
Así, normal resulta que se escuchen tantos “yes” como “oui”, y tantos “danke” como “merci”. Los idiomas extranjeros deambulan por los cafetines, por las callecitas pobladas de negocios que venden y alquilan material para camping y para esquiar, por las cabañas que se alejan del núcleo urbano, pero que siguen estando cerca. No es que el pueblo en sí tenga mucho para ofrecer. Lo que sí tiene material de sobra es el rededor, que empieza a pasitos del centro. Si ya lo advierte el viajero sentado en la Place d´Aspen. A un lado y al otro, las montañas surgen inmensas, casi abalanzándose sobre la villa. Un paraíso de pinares, de cumbres nevadas que juegan entre sí. Y ahí, en cada ojeada, el Mount Blanc. 4.800 metros de altura que lo convierten en el pico más alto del viejo continente. No es del todo esbelta su figura, aunque por estampa y peso simbólico, dice mucho.
Con él de testigo nos vamos a recorrer el valle. Las opciones son múltiples, y de tanto manosear el mapa, el instinto se decide por el noreste. Surcando las laderas occidentales, los pies suben. Impresionantes son las imágenes, con toda la cadena oriental dispuesta para el goce, y las pinturas que marchan por la mente. Está el Mount Blanc, está el Mer de Glace (glaciar), están infinidad de cerros que, según la visual, son anónimos. Entre ascensos y descensos, se cruzan bosques de pinos. Pero a más de 2.500 metros de altura (Chamonix está a 1.100), la vegetación desaparece. Sólo julio y agosto dejan elevarse a estos rincones sin botas para la nieve.
Siguiendo la huella
Nuevamente abajo, el río cristalino y tempestuoso, siguiendo la huella, va cruzándonos con otros poblados (destacan Argentiere a mitad de camino, Vallorcine casi al final), con Suiza a golpe de ojo (18 kilómetros desde Chamonix). Demasiada mano del hombre en la postal, demasiados complejos turísticos, pistas de esquí, aerosillas, edificaciones, asfalto. Rasgo indisociable del concepto Europa, que lo espectacular de las montañas circundantes remienda con éxito (hasta ahora).
De regreso en el pueblo, queda contemplar la arquitectura alpina de nueva cuenta, y ascender al Aguille du Midi. El teleférico homónimo, el más alto del continente, nos lleva en 20 minutos hasta la punta del macizo, ubicado a más de 3.800 metros de altura sobre el nivel del mar. Que decir de las panorámicas 360 grados que se obtienen desde arriba. Ahí el valle de Chamonix, allá Suiza, acá Italia, Alpes por todos lados y el cielo diáfano. No alcanzan las descripciones, injustas serían.