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La bahía, y todo lo demás

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La bahía, y todo lo demás

De cara a las aguas del mar de Tasmania, la principal ciudad de Oceanía ofrece un precioso cuadro caracterizado por rascacielos, parques impolutos, cultura surfera, huella inmigrante e íconos como la célebre Casa de la Operap15-Sídney

Escribe: Pepo Garay
ESPECIAL PARA EL DIARIO

Aunque la capital de Australia sea la desabrida Camberra, la ciudad que viene a la mente cada vez que pensamos en el país de los canguros es Sídney. Sídney, siempre Sídney. Es bella la cabecera del Estado de Nueva Gales del Sur, con esos rascacielos brillantes, con esos parques impolutos, con esa espectacular bahía coronada por la célebre Casa de la Opera, máximo emblema de Oceanía.

La hoy metrópoli nació a fines del siglo XVIII, con la llegada de los primeros barcos cargados de presidiarios británicos, y las primeras masacres de los aborígenes (o “Aboriginal people”). Sin embargo, y más allá de que la bandera del Reino Unido todavía decora la insignia australiana, y de que en los papeles es la reina de Inglaterra la verdadera mandamás de esta nación-continente; en Sídney (y en realidad en todo el país), la idiosincrasia es bien distinta a la de las de las islas del norte europeo.

Bastantes abiertos y relajados resultan los habitantes (en comparación con otros pueblos anglosajones, que quede claro). Lo puede comprobar el viajero en una ciudad que disfruta del sol y de agradables temperaturas la mayor parte del año, y que cuenta con medio centenar de playas donde la onda surfera es ley. Para mayores pruebas, basta con visitar la famosa Bondi Beach, ubicada a pocos minutos en bus del centro.

Con todo, el perfecto maridaje de Sídney con el mar de Tasmania se torna aún más evidente en la bahía. Allí, las postales las gana el agua, el impresionante puente principal (o Harbour Bridge, que conecta a automovilistas, peatones y ciclistas con el residencial Kirribilli) y fundamentalmente la ya citada Casa de la Opera. Icono mundial que deslumbra de la mano de su inconfundible techo de bóvedas como erizos, una caricia a los ojos del forastero. Adentro de la construcción resplandecen, igual que el millón y pico de azulejos blancos del exterior, salas de música, de teatro, de ópera, en un total de 700 ambientes distintos.

 

Moverse dentro del orden reinante

No muy lejos de la obra, en la zona del puerto de pasajeros, los barquitos y catamaranes llegan y salen permanentemente, explicitando cuál es uno de los principales medios de transporte local. Algunos de los navíos enlazan con el Parque Olímpico (donde tuvieron lugar la mayor parte de las disciplinas de los Juegos de 2000). Otros, a la cercana Darling Harbour, una bien parecida ensenada recostada a pasos de la médula urbana que incluye restaurantes de todo tipo, casino, acuario, Museo Marítimo y Centro de Convenciones, además de corporizar un excelente paseo de cara al sol.

Después, será cuestión de ponerse a patear el centro propiamente dicho (aunque en realidad la misma bahía podría ser considerada parte del centro). Entonces, vuelven a sorprender los rascacielos espejados, el movimiento de inmigrantes (chinos, muchísimos pero muchísimos chinos, que incluso tienen su propio Chinatown), el orden reinante a pesar de las cuatro millones de almas que habitan la urbe, y lo bien que juega el verde con el cemento.

En tal sentido, hará falta saludar los céntricos Centennial Park, Hyde Park (hogar de la fastuosa catedral de St Marys), Wentworth Park y los Jardines Chinos, pero sobre todo los Jardines Botánicos Reales (o Royal Botanic Gardens). Estos últimos, inmensos, conectan con la bahía. Cuando no ella, saliendo a distinguir en nueva cuenta la entrañable silueta de Sídney.