NOTA Nº 530, escribe Jesús Chirino
El martes 27 de febrero, a los 90 años, murió el genocida Luciano Benjamín Menéndez.
Estaba internado en el Hospital Militar de Córdoba. El frío parte señala que la causa fue un «shock cardiogénico», es decir que el principal órgano de su aparato circulatorio fue incapaz de continuar bombeando la cantidad suficiente de sangre para mantener vivo su cuerpo. A pesar de su cinismo y enajenación fanática, la muerte lo encontró sin honores, sin grado militar y con 12 condenas judiciales a prisión perpetua. El, que fue incapaz de cualquier gesto de compasión con aquellos que persiguió, solicitó gozar el beneficio de prisión domiciliaria. Y la Justicia, desde hace tiempo, se lo había otorgado. Por ello no estaba donde debería haberse encontrado, en una cárcel común. Villa María lo supo recibir en sus calles. Algunas de sus visitas fueron registradas. Una está mencionada el sábado 27 de marzo de 1976, en la página 8 del diario local Noticias. Allí el entonces director de la Fábrica Militar de Pólvora y Explosivos de Villa María, teniente coronel Mario Fornari, señaló que el día jueves 25, por el lapso de una hora, había estado en Villa María el titular del Tercer Cuerpo del Ejército, entonces general Luciano Benjamín Menéndez. Otra oportunidad que el militar estuvo en esta localidad fue durante el desarrollo de la guerra de Malvinas. Dictó una conferencia en un cine ubicado en calle Entre Ríos al 1000. Allí, el general, lejos del teatro de operaciones, habló de cómo se ganaría la guerra. La sala se colmó de vecinos que lo aplaudieron largamente. Cuando el director del Hospital Militar, coronel Hugo Eduardo Peralta, informó a medios de prensa de la capital provincial que el genocida murió por el referido «shock cardiogénico» no dijo que esa afección también es conocida como “síndrome de falla de poder”. Quizás una ironía de la realidad, pues quien fue responsable de tanto derramamiento de sangre encontró su final porque el corazón ya no tuvo poder para bombear la sangre suficiente. Hacía tiempo que no tenía aquel poder con el cual supo decidir la vida y muerte de tantas víctimas en diez provincia argentinas. Tampoco tenía el poder que en 1990 le permitió lograr que el entonces presidente de la Nación, Carlos Saúl Menem, le otorgara el indulto. Había perdido el poder que le permitió ser invitado a actos oficiales durante los gobiernos radicales en la provincia de Córdoba. Ni siquiera tenía el poder que hizo que el 20 de septiembre de 1975, siendo comandante del Tercer Cuerpo del Ejército, Italo Lúder, ejerciendo la Presidencia del país, lo puso a cargo de la intervención provincial como manera de garantizar el traspaso del gobierno a manos de Raúl Bercovich Rodríguez, quien ocupó el cargo hasta el golpe del 24 de Marzo de 1976. El hombre que había caminado haciendo temblar la tierra a su paso. El que llenó sus manos de sangre. El que presenciaba las torturas y que nunca tuvo piedad, hacía rato que no tenía poder. Cuando caminaba con sus pasos de anciano solo temblaba su humanidad. Ante los tribunales que lo enjuiciaron, sentado en el banco de los acusados, ponía gesto adusto pero las horas lo vencían y terminaba dormido demostrando su insensibilidad ante el dolor que desfilaba en los testimonios de quienes fueron víctimas de la terrible maquinaria de terror que había construido. Sus declaraciones eran actos patéticos. Alguna vez, en un alegato, dijo: “Nuestros enemigos fueron los terroristas marxistas. Jamás perseguimos a nadie por sus ideas políticas”. Una clara muestra de cinismo y cobardía a la hora de enfrentar las evidencias de sus propios crímenes. Algo propio de este hombre que gustaba hablar con grandes vocablos, referirse a batallas y guerras que nunca existieron. Le seducía pensarse como un ser heroico, un jefe magnánimo y con coraje. Pero nada de eso fue realidad. No existió heroísmo alguno de su parte, o de sus secuaces, cuando violaron, torturaron, robaron niños, ataron, golpearon y picanearon hasta la muerte a hombres y mujeres indefensas. Le gustó pensarse como un gran general pero solo fue un criminal que cometió delitos que avergüenzan a la humanidad. Fue un hombre que formó parte de un delirio de poder que construyó una terrible maquinaria de terror para derramar sangre y miedo. Ahora ha muerto cometiendo su última maldad al llevarse información que hubiera ayudado a transitar el dolor a tantos. Pero no estaba en su naturaleza tener ese tipo de gestos. Siempre cultivó un poder insensible, dañino y destructivo. Lo único que le quedaba era esa información y seguro no quiso desperdiciar la posibilidad de hacer daño. De esa manera, con su último hálito volvió a confirmar su apego a la maldad. Pero se fue, condenado y, pueda ser, en su tumba coloquen un gran cartel que diga que allí yacen los restos de Luciano Benjamín Menéndez. Sus deudos podrán ir a llevarle una flor, cosa que no pueden hacer los familiares de los desaparecidos. Su duro corazón tardó en enterarse de la situación, pero llegó el día en que dijo basta. No había más de ese poder dañino para seguir dándole vida al terrorista.