Escribe Fran Gerarduzzi ESPECIAL PARA EL DIARIO
Hay un pasillo estrecho, hay una serie de seis pequeños cuadros, con un estilo inconfundible, que cuelgan de las paredes. El televisor está prendido y los perros ladran incansablemente. Hay, de pronto, un grito firme. Hay, por ende, un silencio obediente. A mis espaldas, la imagen de un cerro riojano pintado en 2009 evoca recuerdos de tan solo uno de los tantos viajes hechos por el artista. Hay, también, una soledad que reposa y respira calma en sus obras: ventanas que inventan días y tardes y noches donde recuperamos la inocencia, esa con la que alguna vez creímos en el mundo.
Jorge Oscar Fogliatti nació en Villa María pero vivió hasta los 22 años en el campo “Los Prados”, ubicado a unos 15 kilómetros de la ciudad. Allí, en la zona rural, el dibujo y la pintura le absorbían, casi sin darse cuenta, su tiempo y empezaban a desempañarle ese cristal que se llama destino. Con su regreso, ese joven autodidacta que atestara cuadernos y cuadernos con ideas, cursará sus estudios secundarios para luego profundizar sus conocimientos en la Escuela de Bellas Artes Emiliano Gómez Clara.
“Mi objetivo no era tener un título, sino aprender. Formé parte del último grupo que se recibió, en su momento, de Maestro en Artes Plásticas. Luego, esa carrera cerró y quedó el profesorado”, me cuenta. Por otra parte, me dice que no considera a la docencia como una cuenta pendiente. Y manifiesta: “Solo dicté un taller unos pocos meses en distintos barrios. Tengo mi trabajo y proyectos para exponer en distintos lugares”.
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Hace diez años que trabaja en Vialidad Nacional. Tiene horarios rotativos. Vive solo. Se encarga de las tareas del hogar. Así, siempre. A pesar de la rutina, siempre encuentra también un momento para pintar. Su atelier es una pequeña habitación atiborrada de elementos: acrílicos, témperas, acuarelas, trapos, papeles, lienzos, marcos y una banqueta. Sobre el caballete se deja ver, a medio terminar, uno de los cuadros que componen la obra “Los Carabajal”, en homenaje al conjunto santiagueño al que visitó.
“Estuve en la casa de ellos y me llamó mucho la atención el hogar, los algarrobos, las paredes pintadas y escritas”, recuerda con la nostalgia de una piel que olvidó parte de una canción. Y agrega: “Al momento de pintar me motiva el hecho de visitar paisajes que me
gustan. En otras ocasiones los creo a medida que voy trabajando. De igual manera, muchas de mis ideas tienen que ver con viajes o fotografías”.
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A fines del siglo XIX nacía en el municipio francés de Laval (Departamento de Mayenne), Henri “el Aduanero” Rousseau, fundador e ícono máximo del arte Naif (inocente, infantil). Al respecto, Fogliatti lo reconoce como uno de sus referentes: “Cuando termino de estudiar, participo de una exposición en Buenos Aires. Luego me invitan a exponer en un homenaje a él y fue en ese momento que empecé a investigar quién era el artista francés, porque en Bellas Artes no se trabaja mucho este género, sino que se hace más hincapié en otras ramas como el Fauvismo o el Impresionismo”.
Célebre por su autorretrato “Yo mismo” u obras como “La encantadora de serpientes”, “El sueño” o “La gitana dormida”, Rousseau dejará entrever su nula formación académica que, de alguna manera, devino en su ingenuidad (no ignorancia) y espontaneidad de las que, a la vez, se desprende el género. Asimismo, trabajará con paisajes de la ciudad parisina vinculados al progreso técnico y científico propios de inicio de siglo XX.
Por su parte, el artista villamariense también trabaja con paisajes y figuras humanas. Sobre el arte Naif, él dice: “Lo traía incorporado. Quería pintar como otros, pero no me salía. Y a medida que indagué, comprendí que lo que hacía era un arte ingenuo, infantil. Incluso, cuando me inicié consideraba que algunas obras me salían mal porque lo que pintaba no era igual a lo que estaba en la fotografía que tomaba como referencia. Con el tiempo, me di cuenta que era mi estilo”.
Una de las finalidades que persigue Jorge al momento de pintar es la de poder lograr series. Entonces, súbitamente, sonríe y rememora una anécdota: “Una es la que hice en homenaje a Cocineros Argentinos, quienes además me invitaron a su programa el día que se inauguró la exposición en una galería al frente del Teatro Colón. Fueron seis obras y dos de ellas salieron en un libro. También pinté dos en homenaje a China Zorrilla y a Quinquela Martín, y cinco de las Malvinas Argentinas”. Y expresa: “Me gusta reconocer a la gente que admiro”.
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Uno de los pintores franceses más importantes del siglo XVIII, Jean Siméon Chardin, conocido por sus retratos y sus naturalezas muertas, dijo alguna vez: “¿Quién ha dicho que uno pinta con colores? Uno hace uso del color, pero pinta con las emociones”. En este sentido, Jorge es determinante: “Me gustan mucho los colores fuertes como el rojo, el azul, el naranja y el amarillo. No uso colores pasteles. Cuando alguien trabaja sus cuadros con ese tipo de colores, siento que les falta vida, que están muertas. Por el contrario, cuando se utilizan colores fuertes, me cambia el ánimo”. Así deja en evidencia que, como ya lo manifestó el poeta alemán Johann Wolfgang von Goethe, los colores son el sufrimiento y la alegría de la luz.
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Las artes plásticas lo llevaron a recorrer y exponer en distintos países y bajo diferentes modalidades. “Una vez egresado de la Escuela de Bellas Artes tuve la suerte de que me seleccionaran un cuadro en Cuenca, Ecuador. Después estuve en otra muestra en España. Participé también, en 2010, en una galería en Florianópolis. Tengo una obra en San Pablo y otra en Venecia. En México formé parte de una exposición con seis obras. Expuse además en Punta del Este”, evoca con precisión.
“En 2008 traje al escultor chileno Francisco Ríos Araya a exponer conmigo a Villa María y la temática aludió a los comechingones. Trabajó escultura con material natural”, agrega de repente, como si la anécdota se entrometiera en su mente.
“El año pasado me propusieron, desde Colombia, hacer un logo por la paz. En septiembre próximo me invitaron, desde Los Angeles, a hacer una muestra virtual sobre la violencia. En diciembre pasado vino la dueña de esa galería a Buenos Aires y se llevó dos cuadros para exponer. Luego fueron donados a un refugio para mujeres y niños. Y para julio de 2018 tengo como proyecto exponer allá. Por otro lado, en octubre se hace, posiblemente, una muestra en Río de Janeiro y estoy invitado”, recapitula con detalle.
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La reciente muerte del exdirector de la Escuela de Bellas Artes, Sergio Montoya, fue un golpe duro para todos aquellos que se desempeñan en el campo de las artes plásticas. Fogliatti, como todos, se acuerda del maestro: “Fue un gran profesor y amigo. Cuando era alumno aprendí mucho de él. Enseñaba con mucha paciencia y cuando iba a los encuentros de pintura te ayudaba. No se olvida la humildad con la que trabajaba. Además, siendo director, los sábados y domingos solía abrir la escuela para el que quisiera, pudiera ir a terminar una obra”.
“Cuando se jubiló, lo iba a visitar y durante nuestras charlas de pintura me seguía enseñando sin el pincel. Una gran alegría fue que en uno de los libros que salieron, él escribió sobre dos de mis obras y sobre mí. Es un hermoso recuerdo. Y, actualmente, cada vez que me pongo a pintar le pido que me siga guiando en mis dudas y errores”.
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¿Con qué criterio se evalúa una obra?, es uno de los interrogantes que surge, casi inevitablemente y, sobre todo, en el campo de la pintura. “Tengo en cuenta el trabajo del artista, los gastos que tiene para exponer y la composición de su obra. Tienen que ser únicas. Además, es importante tener en cuenta el sentimiento que tiene el cuadro. A las obras se las hace con un gran amor. Por ejemplo, en noviembre me invitaron para participar de una muestra y les dije que no porque la temática no me gusta”, explica.
En relación a su trabajo, dice: “Cada vez que pinto, evalúo mi obra. En ocasiones, cuando estoy trabajando, por ejemplo, con dos obras, las dejo y pasado un tiempo las reviso, corrijo los errores, miro qué tengo que cambiar. Los avances quedan de relieve porque uno se da cuenta que realiza más y mejores obras en menos tiempo. Antes iba a un encuentro y pintaba una obra pequeña en tres días. Ahora estoy pintando dos, de un metro por un metro, en tres días”.
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A raíz de una lesión, denominada canal estrecho, en el nervio ciático, Jorge quedó con una parálisis en una de sus piernas. “Pintar me ayudó mucho. Me dio paz, tranquilidad”, y las palabras que salen de su boca son una pincelada de luz. Son una pincelada que no va a cambiar el mundo, pero sí la manera en que se lo mira.