«El dragón que ayer dibujamos en la arena/ a la orilla del río/ ya no está/ Se ha volado”, escribe Oche Califa en «Para escuchar a la tortuga que sueña». «¿Dónde habrá ido?», se pregunta un niño, años después, sentado a orillas de un océano infinito que se parece a esas soledades que nos habitan y de las que no escapamos porque como dice Spunzberg, “nadie descansa a la sombra de sí mismo”.
Ese niño camina y atraviesa tempestades hasta encontrar al dragón que en algún momento despegó de las páginas del libro que abrazamos en la cama cuando sentimos que no amanece. Pero cuando por fin el sol se asoma, ese niño despierta y cae en la cuenta de que, como ayer, en su bicicleta roja hay que recorrer la ciudad hasta la escuela para encontrarse con sus estudiantes.
Allí, los niños esperan encontrarse con Cirilo, el dragón, al que todavía no pueden ver, pero del que han oído su bramar y del que han sentido en la oscuridad de la biblioteca el calor de sus llamaradas. Marcelo Dughetti les cuenta, con esa voz mágica que cultivó a lo largo de años en la radio, que al animal le gustan los ravioles con salsa y que sólo así podrán conocerlo. Con los días, uno de los pequeños aparece con un recipiente con la comida, pero el dragón parece no tener las dimensiones ni el aspecto que podemos leer en cualquier cuento.
Los niños no saben pero Cirilo está mucho más cerca de lo que creen. El dragón está ahí, delante de sus ojos, pronunciando versos, leyendo cuentos, construyendo historias. Dughetti, el poeta, está ahí, con la luz de un poema que arde, alumbrándolos cuando la noche llega, cuando alguna pesadilla se entromete en las habitaciones, cuando las tormentas que él atravesó se posan sobre el día y parece que no hay escapatoria. Ahí está él, con sus alas listas para volar y con su rugir que no es más que una palabra solidaria que nos abraza y nos dice que todo está bien, que ya pasó, que el verso siempre está ahí, a la vuelta de la esquina, esperándonos como un amigo.
La niñez, una tempestad
Hay dos versos de la poeta santafecina Estela Figueroa que dicen: «No, las noches de infancia no eran así». Me mata. Hablo de una infancia no idílica en el sentido de pasar hambre y golpes; es decir, todo lo que se pueda imaginar de una infancia basada en el desastre y la tormenta total. Me acuerdo de esa sensación: la de estar siempre en una tormenta y no saber a dónde iba a parar.
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Mi mamá era enfermera de un manicomio. Una persona que ejerce esta profesión en un lugar de este tipo y que no ha tenido preparación -como sucedía con la mayoría de las que trabajaban en ese momento en Oliva- tarde o temprano también se enferma. Ese entorno bestial la mataba.
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Creo que soy mejor persona habiendo pasado por ahí, pero, a la vez, no creo que la gente tenga que pasar por ese dolor para comprenderlo. Sin embargo, indudablemente te da más relieve porque uno puede llegar a entender a otro que también pasa por eso. Una de las consecuencias de haber transitado por allí es que siempre te sentís inseguro porque las personas que tienen que apuntalarte no están.
No sentirse seguro, una virtud
Me da mucha risa la gente que dice que está segura de sí misma y de lo que hace. En este mundo lleno de representaciones y con tipos que en cualquier momento aprietan un botón y hacen desaparecer medio mapa, ¿qué los puede hacer sentir tan seguros?
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Villa María es un perro que se muerde la cola: es una ciudad caníbal con la gente que es insegura. Se come a aquellos que no demuestran seguridad y firmeza.
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Si uno se mete, por ejemplo, en algo vinculado a la izquierda -como lo hice yo- va muerto en algunos laburos. Después, con el tiempo, se encuentra una brecha y la vida se normaliza; no digo que nos callemos pero sí somos más sabios para elegir los campos de batalla.
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La ciudad es tan agobiante, tan filosa y hace tanto daño que resulta necesario cantar -la poesía es una canción- como para decir «estoy vivo».
La docencia, vocación y una lucha incansable
Hay una película que se llama «La deuda interna» y que es protagonizada por Juan José Camero. El se va como maestro rural a Jujuy, en mitad de la Puna. El laburo que hace con los pibes y todo lo que enfrenta me encantó por su mística. Sin embargo, después, la realidad te da ciertos golpes.
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Me acuerdo de la novela “Shunko”, de Jorge Ábalos, que también contribuyó a que me enamore de la docencia. Me sentí identificado con el personaje. Pasábamos más o menos las mismas cosas.
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Paré y fui a la marcha. A mí también me descuentan pero si el día de mañana conseguimos el aumento, todos van a verse beneficiados. No quiero calificar a nadie que no haya hecho el paro. Abrazo a los que luchan y a los que no también porque sé cuál es la situación. También es cierto que llega un momento en el que tenemos que poner las pilchas en la calle. Es decir, no puedo seguir ocultándome. No pelear esta batalla, no es ser sabio.
El vínculo con la literatura
Mi abuelo era un tipo al que le encantaba la química y además, de forma autodidacta, estudió dos idiomas. Fue el primer técnico en electrónica que hubo en Villa María. Arreglaba televisores de válvula y radios. Leía las novelas de Zane Grey y todas aquellas del viejo oeste norteamericano. Tenía millones. Era casi un TOC. Mi tía, una gran persona, fue bibliotecaria del Rivadavia mucho tiempo y es otra de las personas que leía mucho. Sin embargo, en general, la familia no era de mucha lectura.
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No tuve muchas posibilidades de leer cuando era niño porque no había libros, pero sí pude escuchar mucho. Estaba muy atento a los sonidos, a la música. La radio jugó un papel importante.
La solidaridad como bandera
Creo que uno ya no milita ni dice las cosas como lo hacía cuando era más chico. De todas maneras siempre trato de serme fiel. Estoy convencido de que los que saben son los pibes. Tengo un grupo de gente amiga que admiro. Son los chicos del Hormiguero y de Patria Grande. Ellos me conmueven por el laburo que están haciendo. Con mis ojos fui y vi la casita que están pintando en el barrio Botta para hacer un centro cultural. Se la están jugando y sí dicen las cosas de frente. La sabiduría está en ellos. Además no se venden y por eso son los verdaderos poetas.
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En la escuela teníamos que buscar la leche para que comiera el resto de los chicos. Nos elegían a los dos más altos: a otro compañero y a mí. Nos daban un palo de escoba con un bidón e íbamos hasta donde estaba el tambo, buscábamos la leche y regresábamos. A mí me parecía extrordinario. Me sentía un héroe. Ahí está lo solidario.
La infancia como leitmotiv
Mi obsesión es la niñez apaleada y eso, a la vez, me da señales de las catástrofes del mundo. Como fui eso, no puedo dejar de pensar que en este momento en que estamos hablando, hay un pibe esclavo en algún campo o banderillando debajo de los aviones que les tiran glifosato. Esas cosas no me permiten ser feliz.
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Fui consciente de que la poesía era lo que quería recién a los trece o catorce años cuando empecé a leer poetas que me interesaban. Hasta el Martín Fierro no me era ajeno. Es más, lo adapté al teatro de sombras en la secundaria en la Escuela del Trabajo. No había cosa más aburrida (risas). El Siglo de Oro español y la obra de teatro “La vida es sueño” de Pedro Calderón de la Barca -que al estar escrita en verso me encantó por su musicalidad- fueron importantes también.
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Cuando escribo siento que estoy en el mundo. Lo hago para no morirme, para seguir sobre este mundo y para comprender. Me siento vivo. Eso, la sonrisa de mi hija y la voz de mi novia son las tres cosas que a mí me sitúan, que me dicen que todavía estoy acá.
Influencias
A Alejandro Schmidt no hay que dejar de leerlo nunca. Hay una cosa que me gusta mucho y que aprendí leyendo a Onetti: formar ciudades fantásticas, de ficción, donde pasan cosas que son cercanas al ser humano. Por ejemplo, el autor uruguayo funda «Santa María» en “La vida breve” (1950). Schmidt hace lo mismo con «Serie Americana»: forma todo un microclima al igual que en «El patronato». Son como buques hermosos. «Escuela industrial», por otra parte, me gusta también porque fui a la Escuela del Trabajo y ese libro está fundado ahí porque él era preceptor. Esos libros son señeros.
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Es una influencia que hay que reconocer la de Schmidt. Sería injusto y mentiroso si no lo hago. El que diga que no está influenciado por él y hace poesía, miente y es injusto. Edith Vera me gusta mucho también. Es decir, lo primero que hace uno es leer a sus poetas.
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Hay un grupo de personas que admiro mucho. Están los chicos de «Paco Urondo» y otros poetas que están solos, pero que también forman toda una poesía distinta y alternativa. Digo un grupo porque hace más de quince años que está laburando y editando, y me parece muy bien. Podemos discutir la calidad de lo que editan y de su poesía; puede gustar o no, pero hay que reconocerles que se reúnen y desde hace un montón de años sostienen el festival “Ciudad en llamas”. Después existen editoriales como la de Darío Falconi. Se pueden discutir también las elecciones que hace y cómo arma los catálogos, pero el tipo le pone el hombro, labura y es la primera editorial a la que no la mantiene la Universidad. Darío se mueve solo y hay que tener espalda para tomar ese riesgo. Lo aplaudo.
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De Córdoba me gusta la poesía de Alexis Comamala, Laura García del Castaño, Leticia Ressia, Silvio Mattoni y Leandro Calle, que fue jesuita y actualmente es traductor de poetas turcos.
El suicidio
Escribí un libro que se llama «El monte de los árboles sogueros» en el 2001, momento en el que mucha gente del mundo quería suicidarse. Eso quedó en la cabeza porque también lo sentí. Es muy difícil levantarse a la mañana y vivir todo el día.
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Todo el mundo califica a los suicidas como «cobardes». Para mí hay que tener mucha valentía para elegir amasijarse. Elegir irse se relaciona con que uno no contrata más con este mundo. Entonces, las políticas de Estado tienen que pensarse en el sentido de darle felicidad a la gente. Vivimos como perros corriendo todo el día por un peso. No digo que sea solamente por eso porque hay sociedades muy avanzadas que tienen índices elevados de suicidios.
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Hay que estar al lado de esa gente y no juzgarla. ¿La valentía es enfrentar este mundo? No quiero ser cómplice de un montón de niños viviendo en la calle, ni de guerras ni de explotación.
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Miremos cómo vivimos: no registramos al otro. Creo que la poesía es una revolución porque intenta comprender. No va a matar ni a desconocer a nadie. Va a tratar de comprender y hay que bancársela, porque en ese intento de entender nos va a decir la verdad.
Qué se viene
Tengo varios libros: uno que concursó en Castilla (España). Creo que si lo leyó el portero que recibía los premios es demasiado (risas). No ganó absolutamente nada. Se llama «Pastor de murciélago» y es un libro para niños; o sea, tiene ese sesgo pero puede leerlo cualquiera. Ahora lo tengo participando en otro concurso a ver qué pasa. Si no, lo publicaré este año de alguna manera. Tengo también otro que se llama «Galgos de sol» y es un libro con fragmentos de la vida. Y por último tengo uno que se llama «Barruecas” y está compuesto por poemas que tienen algo de defectuoso y que, de alguna manera, juega con el significado de lo barroco.
La literatura: limbo, paraíso e infierno
Muchas veces la literatura te sostiene como en una nube. En otras es el paraíso porque cuando escribimos y nos sale un poema, la felicidad nos invade. A otros les dará felicidad ganar millones de dólares, tener ejércitos a su mando, tener un auto último modelo o el celular más moderno. A mí me dan felicidad esos tres versos que encajan. Y cuando transcurren dos o tres semanas en las que no pasa nada (como ahora), me siento en el infierno total. Siento que no logro aquello para lo cual considero que nací.
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Somos pararrayos de Dios. Por ahí baja el mensaje. Algo conectamos porque cuando uno escribe, no podemos hablar sólo de técnica. Hay algo más, como las grafías chinas en las que el símbolo que representa, por ejemplo, a un perro, conlleva muchos otros significados. Detrás del poema hay tanto y no se puede atrapar. Y a la vez no es todo lo que uno quiere decir. Ahí también hay un infierno. Otro infierno es leer a los poetas buenos porque te dan ganas de pegarte un tiro. Uno se pregunta: si escribió Alejandro Schmidt, Olga Orozco, Edgar Bayley o Bustriazo Ortiz, después, ¿cómo se hace?
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Ahora siento que llegué a un punto en donde no hay nada que dar. La poesía es una dama cruel. Vuelve cuando quiere, se va cuando quiere y no te avisa ni te hace presentir nada. Es la amante perfecta. Ella viene, entra, está con vos y se va. Después tenés que estar cortando clavos para saber si vuelve, porque uno cree que eso es lo que lo pinta sobre la tierra. Podría existir todo el mundo sin necesidad de que yo escribiera una palabra. Nada de lo que escribo es vital más que para mí porque me permite situarme en el mundo.
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Termino el café y Marcelo, su jugo de naranja. Lo despido mientras se sube a su bicicleta. Un niño desaparece a lo lejos y recuerdo que la infancia, como dice dice Juan José Saer («A Bohlendorff», en El arte de narrar), «es el solo país, como una lluvia primera/ de la que nunca, enteramente, nos secamos».