

Se la regalaron a Martín Pérez, aquel estudioso del tango, para su hija Silvina, una niña de 5 años que la bautizó con el nombre de Pamela. La perrita era blanca, de tamaño muy pequeño con un pelaje suave, las orejas color miel.
Enseguida se entendieron. La niña tendría a su cargo la crianza y cuidado de la cachorrita.
Al instante la pequeña propietaria sacó a la calle su bicicleta. Montó en ella llevando a Pamela en el canasto del rodado.
Dieron vuelta a la manzana disfrutando del amable saludo de los vecinos a quien éste personaje les era presentado.
Algunos, hasta le daban un beso cerca del hocico.
Silvina cumplía con este regalo un sueño y se lucía con el animalito lindo de fábula.
A las pocas semanas la pequeña dueña decidió darle un baño, pretendiendo que Pamela se quedara quietecita después del mismo.
La mascota desobedeció la ordenanza y se revolcó a su antojo en un cantero de gramilla. No le pesaban las patitas para rodar, levantarse y volver a caer con rapidez. Quedó de color oscuro mientras movía su cola muy feliz logrando la risa de la niña.
¡Ah! Pamela pretendía también cazar a los gorriones que descansaban a veces de su vuelo. Tal vez le surgía la idea de tenerlos entre sus patitas. Al verlos levantaba la cabeza, ponía erguidas sus orejas observándoles.
Cuando estos en brusco huelo echaban a volar se quedaba quieta, como frustrada. Pero allí estaba el abrazo tibio de esas manos infantiles que ella tanto quería.
Al anochecer, Silvina la llevaba al patio de la casa y ella se asustaba con la presencia de algún bichito de luz desparramando sus faroles. Entonces corría ladrando asustada hacia el interior de la vivienda.
Pasaron años y la perrita siguió siendo la alegría en aquel hogar. Pero un día, la familia debió trasladarse a la ciudad de Tandil y no podían llevar a Pamela. El edificio al que se mudaban no permitía animales.
Se la dejaron a mi padre, Julio.
Este enseguida le improvisó una camita con un almohadón desteñido y un cajón vacío de verduras. Allí se acomodó la perrita, que se adaptó a su nuevo hogar.
Establecieron los dos, anciano y perra, una buena comunicación de afecto. Transcurrieron otros años, fugitivos los días se fueron y Pamela envejeció. Ya en su cuerpo se notaba algún estrago, su pelaje despeinado y sus patitas traseras muy torpes…
Una noche se fue en silencio, quizás detrás de un coro de grillos. Mi padre sufrió su ausencia. Saboreó con la sal de una lágrima el calor de la resignación. Pamelita, así la llamaba, cambió la cinta que adornaba su cuello por un collar de estrellas.
Tal vez en algún lugar del cielo de los perritos, rememora a su Silvina y la tibieza de la mano de mi padre tocando su cabecita blanca.
Esa mano que hoy también es un recuerdo. Todo es ya un dulce y añorado pasado.
M.C.Ch.