Escribe Gustavo Calleri
Especial para EL DIARIO
A Richard Thomas Scheidt la fama le llegó con una tragedia en los brazos. Hijo menor de una familia de ascendencia alemana transplantada en Chicago, la Segunda Guerra había terminado, pero todavía daba los últimos coletazos cuando cumplió 18 y se alistó en la Marina de los EE.UU.; su apellido alemán no era bien visto entre los camaradas que lucharon contra la patria de su abuelo, por lo que algunos años después decidió seguir los pasos de tres de sus hermanos, cambiando el ímpetu de las aguas abiertas por aquellas más calmas, contenidas en un camión cisterna. Llevaba ya 8 años de bombero en el distrito oeste de su ciudad cuando la helada siesta del primer día de diciembre del 58 la escuela Nuestra Señora de los Angeles ardió en llamas.
El fuego originado debajo de la escalera dejo atrapados en el segundo piso a decenas de niños que desesperados se asomaban como podían a los altos alfeizares de las ventanas para pedir ayuda, mientras el humo y el calor asfixiante arremetía sin piedad desde el pasillo. En consonancia con las llamas, la noticia del incendio se propagó rápidamente amplificada por el constante ulular de las sirenas de los hidrantes que acudían al lugar del siniestro; Steve Lasker, fotógrafo del American Chicago, fue uno de los primeros reporteros en llegar al momento en que los bomberos comenzaban a desplegar sus mangueras y colocar escaleras de mano a lo largo de la fachada lateral, en un intento por acercarse a las ventanas que echaban humo como si fueran chimeneas de una fábrica macabra.
Lasker, fanático de Robert Capa, tenía como norma la famosa frase del húngaro que pocos años antes había volado por los aires al pisar una mina en Indochina: Si tus fotos no son lo bastante buenas, es que no te has acercado lo suficiente; guiado por ese precepto, esquivó policías, curiosos y bomberos hasta encaramarse sobre un autobomba y apuntar su cámara a la puerta del largo lateral, desechando la acción que sucedía en la ristra de escaleras. Su intuición no le falló “yo solo esperaba que alguien saliera por esa puerta”, diría años después, cuando la foto de Scheidt llevando en brazos el cadáver de un niño ya tenía destino de estatua. Tres monjas y 92 alumnos de entre 7 y 12 años murieron esa tarde abrazados junto a sus pupitres; el de la foto se llamaba Michael Jajkowski.
Susan Sontag en su famoso ensayo dice que la fotografía no solo fija un momento de la historia sino que ayuda a comprenderlo, bastará observar el rostro de Scheidt para entender que su esfuerzo ha sido inútil, enfundado en su traje antiflamas ni el casco protector ni su arrojo bastaron para salvar la vida de quien, como una ofrenda, lleva cargado en sus brazos. La imagen deviene entonces en paradoja, el personaje cuya esencia reside en salvar vidas es retratado en la más cruel de sus derrotas: sosteniendo una vida segada que potencialmente admitía infinitas posibilidades y que él, portador de la última esperanza, no pudo preservar de la muerte.
Dicen que en plena década del 60 un escultor argentino, Roberto Campo, ante el proyecto de un monumento al bombero fue el primero en agregarle la tercera dimensión a esa icónica foto, añadiendo a la anterior una segunda paradoja: la de homenajear un fracaso; haya sido él o no, fue el escultor de Haedo, Juan Manuel Michenzi quien se encargó de reproducir la obra en más de 160 localidades de todo el país.
Una de esas copias cumplirá 40 años subida a un macizo de hormigón sin enlucir, metros antes de que el bulevar Sarmiento se chocara contra la Terminal; se la debemos a una comisión que tuvo la idea en junio del 73 (ordenanza Nº 1396), y que seguramente la remó sin agotamiento para poder cortar las cintas recién cuatro años después. La placa de bronce que lo recordaba ya no existe, solo el héroe absurdo con la frente baja sigue cargando su pena y al igual que aquella verdadera, esta que la representa también perdió los zapatos; quizá por eso las madres insistan tanto en ajustar los cordones a sus hijos, saben muy bien que la muerte los prefiere descalzos. Los bomberos también lo saben, la aterradora potencia del adversario transforma su trabajo en un castigo donde no hay esperanza: contra la muerte nadie la talla. Sin embargo esa conciencia que debiera ser su tormento, es su victoria. La entidad del enemigo al que se enfrentan a la vez que los califica, los define.
En la ciencia y la filosofía las paradojas sirven como método de reflexión, en cambio en la literatura se usan muchas veces para resaltar una idea, esa acepción aquí se da por partida doble; hace 40 años que se plantó un monumento para dar cuenta de que existe un adversario imbatible, pero por sobre todas las cosas para que entendamos que aún en esas terribles condiciones, hay algunos hombres que se atreven a enfrentarlo.